miércoles, 27 de mayo de 2015

CAPÍTULO 18. EL BRAZALETE



CAPÍTULO 18. EL BRAZALETE

Arturo estaba paralizado de cintura para abajo.  Por más que intentara doblar las piernas para correr, para huir como un cobarde como no era propio de él ni de cualquier rey que se preciara, no podía dar ni un solo paso porque sus músculos estaban agarrotados. Le invadía una rigidez casi dolorosa, que le asemejaba más a una estatua que a un hombre.
El rey de Camelot había conocido el miedo  en todas sus infinitas formas. Miedo a perder a un ser querido, miedo a decepcionar a su padre, miedo a no ser un buen rey, miedo a la magia, miedo a los magos, miedo a los dragones y otras criaturas mágicas, miedo a un enemigo especialmente habilidoso con la espada, miedo ante tener que dejar que un galeno le cosiera la piel, poniendo su cuerpo a merced de lo que el hombre de ciencia quisiera hacer con él…. Generalmente podía sobreponerse. A mundo fingía que no pasaba nada hasta el punto de que él mismo llegaba a creérselo. Jamás se había dejado inmovilizar por el miedo, porque él era Arturo Pendragon, rey de Camelot, y el hombre vivo más habilidoso con la espada. Era valiente, temerario, y por qué no decirlo, algo presuntuoso. No era -y mataría a quien osara pensarlo si quiera- un cobarde.
Sin embargo, jamás había sentido nada como lo que sintió aquél día en los corredores de su propio castillo. El terror más absoluto se apoderó de él cuando vio como su hogar, sus dominios, su fortaleza, se derrumba ante sus ojos, como asolada por un terremoto. Las catástrofes naturales eran algo que rompía todos los esquemas de la gente medieval.  Algo contra lo que no podías luchar. Un enemigo  al que no se podía vencer con la espada.
Los habitantes del castillo corrían por su vida cubriéndose la cabeza, como si sus endebles brazos pudieran bastar para frenar la avalancha de rocas que se les venía encima. Ni siquiera en un asedio -con las catapultas enemigas lanzando proyectiles demoledores- las piedras cedían tan rápido precipitándose contra el suelo.
El rey observaba impotente el terror de sus caballeros, de sus soldados y de los nobles que componían su corte, y se dejaba contagiar por ellos. Oyó gritar a una criada que había caído al suelo, y desde allí se protegía  con la certeza de que en cualquier momento sería aplastada.
No supo cuanto tiempo pasó en aquél estado huidizo de la mente, en el cual se limitaba a observar sin ser capaz de procesar lo que estaba viendo. Los muros se llenaban de grietas y se derrumban instantes después, con un ruido ensordecedor, pero Arturo no parecía capaz de escucharlo. Finalmente, el techo cedió, y el rey supo que todos los habitantes de la ciudadela, incluyéndose él mismo y sus dos hijos putativos, morirían aplastados.
La muerte no llegó, sin embargo, y Arturo, que en algún momento había cerrado los ojos, los abrió sin saber con qué iba a encontrarse. La imagen que se encontró era asombrosa a la par que esperanzadora. Aronit estaba gritando palabras en un idioma arcano que el rey no podía entender, con los brazos extendidos en cruz y su cuerpo levitando ligeramente. Era como si todo él flotara, con su larga melena plateada suspendida en el aire también, dándole un aspecto terrible, bello, y poderoso.
El conjuro que Aronit estaba pronunciando había detenido el derrumbe del castillo, haciendo de escudo para todos los que habían estado condenados a morir de una forma espantosa.  El rey jamás le había estado tan agradecido a alguien en su vida, pero se dio cuenta de que el druida no iba a poder resistir mucho más, sobre todo teniendo en cuenta que estaba herido.
-         ¿¡Podéis arreglar esto!?  - preguntó, encontrando su voz por fin.
Aronit negó con la cabeza.
-         Solo puede el que lo ha provocado.
Arturo recordó las palabras de los guardias, que habían dicho que aquello era obra de Merlín. No podía creerse que el niño fuera causante de aquello. No tenía ningún motivo para hacerlo, y además Arturo sabía que jamás causaría un mal así a nadie. Antes de poder pensar nada más, sintió que alguien tiraba con fuerza del borde de su jubón.
-         ¡Merlín está atrapado en la cripta! ¡Tienes que ayudarle! –apremió Mordred.
¿En la cripta? ¿En cuál de todas? El castillo tenía más de once. ¿Y qué hacía Merlín allí? Arturo miró al niño sin entender nada, pero Mordred parecía muy seguro de lo que decía. Seguramente, su hermano se estaba comunicando telepáticamente con él o tal vez hubiera podido sentir que estaba en peligro. Por más que se esforzara, Arturo no terminaría de entender nunca  las conexiones mágicas como la que tenían sus dos hijos.
-  ¡Id, Majestad! El castillo está a salvo – aseguró Aronit, pero Arturo pudo escuchar como susurraba un preocupante “de momento”.
Si Merlín estaba en peligro, él tenía que ayudarle. Salió corriendo sin pensar que cuantos más niveles bajara, más posibilidades tenía de morir aplastado si Aronit no resistía. Mordred iba con él, corriendo todo lo que sus piernas infantiles le permitían.
Las criptas estaban en lo más profundo del castillo, más abajo aún que las mazmorras. Era un lugar tétrico, oscuro y húmedo, y Arturo no sabía que se le había perdido ahí a un niño de siete años. Vagamente recordó cuando él mismo huía a esos rincones siendo tan solo un muchacho, porque era uno de los pocos lugares en los que uno podía estar solo o esconderse de un padre sobre exigente.
Una de las criptas estaba sepultada por pedruscos y tierra, y Arturo no necesitó preguntarle a Mordred para saber que Merlín estaba ahí.
-           ¿Merlín? – le llamo, rezando para escuchar una respuesta.  Le pareció oír una voz amortiguada. – Merlín, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?
No pudo entender lo que el niño le decía, pero al menos sabía que estaba vivo. Examinó la entrada de la cripta y llegó a la conclusión de que podía despejarla quitando las rocas adecuadas. Aquél era un trabajo pesado para un hombre adulto, y uno imposible para un niño. Merlín jamás hubiera podido salir de ahí con sus propios medios.
Le llevó un buen rato, pero finalmente despejó el camino lo suficiente como para que un pequeño bultito sucio de polvo lograra salir de ahí a gatas. Arturo apenas le dejó ponerse en pie y le aplastó en un abrazo desesperado. Ya había perdido a su madre, a su padre, a Morgana, a Gwen, y a algunos de sus mejores amigos. Había perdido a la versión adulta de Merlín. No podía perder también su versión infantil. Su hijo.
Se sorprendió un poco al ver que el niño no lloraba. Después de una experiencia así Arturo pensó que estaría aterrorizado y, aunque sí parecía asustado, se mantenía bajo control. Al rey le invadió una especie de orgullo por la valentía del pequeño.
-           ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? – preguntó, esforzándose en vano por limpiar la cara de Merlín, que estaba llena de tierra.

-           En cuanto lo cogí todo se vino abajo – respondió Merlín, con ese hábito que a veces tienen los niños de suponer que los demás pueden entender a lo que se refieren.

-           ¿En cuanto cogiste qué?

-           El brazalete.

La paciencia de Arturo no estaba en sus mejores momentos, teniendo en cuenta que había temido por la vida del niño y por la suya propia.

-           ¿Qué brazalete, Merlín? – inquirió, con aspereza y algo de cansancio. No veía la relación entre lo que estaba oyendo y la catástrofe que  casi tiene lugar.

-         El de la cripta.
Arturo iba a seguir con las preguntas pero algo encajó de pronto en su cabeza. Recordó una leyenda urbana que circulaba en Camelot, acerca del brazalete del Rey Solo. La leyenda decía que uno de los primeros reyes de Camelot vio morir a toda su familia e, incapaz de soportar la soledad, se quitó la vida. Se  contaba que tal rey era brujo, y antes de morir guardó todo so su poder mágico en el interior de un brazalete, que mandó enterrar con él. Corría el rumor de que el objeto estaba protegido mágicamente para que nadie lo profanara.
Al menos, la última parte de la leyenda tenía que ser cierta, ya que el castillo se resquebrajó cuando Merlín sacó aquél objeto de su legítimo lugar. Lo cual significaba que, tal vez, todo volviera a la normalidad si el brazalete era devuelto a donde pertenecía. Arturo se fijó en el brazalete que Merlín llevaba puesto en la extremidad derecha.
-         Tienes  que dejar eso donde estaba – barbotó el rey.

-         ¿Qué? ¿Por qué? Es mío, yo lo cogí. Me estaba llamando.
Arturo se dijo que ya se preocuparía más adelante por el hecho de que el niño afirmara que un objeto le había llamado. Para ocuparse de su salud mental primero tenía que ocuparse de su salud física. De la de todos.
-           ¡Devuélvelo, Merlín, ahora! ¿Tienes idea de lo que paso cuando sacaste ese brazalete? ¡Déjalo!
-         ¡No, no, es mío!
Arturo no tenía tiempo ni ganas de discutir con él. Le agarró por el brazo y se agachó hasta quedar a su altura.
-           Si te digo que hagas algo, tú obedeces – le dijo, e instantes después le giró y le dio cinco palmadas sobre el pantalón, llenando el aire del polvo que bañaba su ropa. Merlín se soltó y se alejó de él – Vuelve aquí, Merlín. No he terminado de hablar contigo.

-           ¡Ya lo devuelvo, ya lo devuelvo! – lloriqueó, y se escabulló pro el agujero que Arturo había abierto hacía unos instantes. Agujero demasiado pequeño para que el rey cupiera por él.

Poco después de que Merlín desapareciera entre los escombros, el suelo comenzó a temblar, pero Arturo entendió que no era un temblor maligno, sino la piedra, que estaba volviendo a su lugar. El castillo se estaba restaurando.

Arturo respiró aliviado y esperó a que Merlín saliera. Sin embargo los segundos pasaban y nadie salía de aquella cripta, que había estado sellada ya antes del derrumbe y tal vez, si no se daba prisa, volvería a cerrarse de nuevo, atrapando al niño dentro.

-         ¿Merlín? ¡Merlín, ven aquí, tienes que salir de ahí!

-         ¡No!

-         ¿Cómo que no?

-         ¡No salgo hasta que te vayas! – chilló el niño. Su voz llegaba aumentada por el eco a través del agujero.

-         ¿¡Pero qué…!? ¡Sal de ahí ahora mismo! ¿Qué diantres te pasa?
Arturo no obtuvo respuesta, pero le pareció escuchar que lloraba.
-         No salgo porque estás enfadado. – gimoteó el niño al final.
El rey respiró hondo y contó mentalmente hasta el número más alto que conocía. Tras dos o tres respiraciones profundas, dejó ir su enfado y pudo apreciar la ternura del niño, que no  había llorado por quedar atrapado en una cripta, pero sí por que él estaba molesto con él.
-         Ya no estoy enfadado, pero tienes que salir.

-         ¡No, porque me vas a regañar más!

-         Te digo que no.

-         ¿Lo prometes?

Arturo resopló.

-         Lo prometo.

Segundos después, una cabecita negra asomaba por el agujero. Arturo le ayudó a salir y le miró tratando de permanecer serio, pero sin conseguirlo al reparar en la mirada de cachorro abandonado que le ponía el niño. Le abrazó y le levantó en sus brazos, contento de que todo hubiera acabado bien.

-         Hay una nueva norma para ti.  No puedes bajar a esta parte del castillo. Nunca.

-         ¿Y yo? – preguntó Mordred con timidez. Arturo casi se asombró de escucharle, como si hubiera olvidado su presencia. Le incluyó en el abrazo y asintió.


-         Tú tampoco. No quiero que nada malo le suceda a ninguno de los dos. 

2 comentarios:

  1. DULZURA DE CAPÍTULO!!!!! Amo a éstos principitos hermosos!!! Son tan tiernos!!! :D

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  2. Me encantan estos niñitos son una ternurita,continúala pronto por favor.

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