lunes, 11 de mayo de 2020

CAPÍTULO 17: La desobediencia





CAPÍTULO 17: La desobediencia

Después del juicio, Koran me llevó a un jardín que había en aquel mismo piso. Le había seguido sin prestar mucha atención a nuestros pasos, distraído con pensamientos que no eran demasiado inteligentes, pero cuando llegamos a ese rinconcito lleno de plantas y flores mi cerebro se enfocó:
-         ¿Cómo puede haber un jardín si estamos en una nave? Aquí no entra el sol – razoné. Las diversas fragancias que me llegaban descartaban que se tratase de un jardín artificial.
Koran me señaló unas luces amarillas encima de nuestras cabezas.
-         Imitan la luz solar – me explicó. – Pensé que este podría ser un buen lugar para hablar tranquilos.
Caminamos hasta un banco de piedra y él se sentó, dejándome un hueco para que hiciera lo mismo.
-         Sé que ha sido muy impactante para ti – me dijo, fijando la vista en un árbol mediano con las hojas largas. No era una palmera, pero me recordaba vagamente a ellas. – Nosotros sentimos el dolor ajeno como propio sin necesidad de utilizar nuestro don. Nos identificamos fácilmente con las emociones de los demás. La primera vez que presencié una condena a muerte lo pasé bastante mal, pero fue peor todavía cuando visité una prisión, como parte de mis obligaciones. La desesperación que sentí emanando de los prisioneros me hizo creer que me estaban absorbiendo una parte de mi alma.

-         Como los dementores de Harry Potter, pero al revés – murmuré.

-         ¿Cómo dices?

-         Nada. Que entiendo lo que quieres decir.

-         No estoy seguro de que lo entiendas del todo – replicó, con delicadeza. – Pensé que iba a volverme loco. Por entonces ya controlaba bastante bien mis habilidades, pero me vi desbordado, incapaz de bloquear emociones de tanta intensidad. La soledad, el miedo, la rabia… Algunos de los presos habían pasado ya cien años en una celda y les quedaba otro milenio por cumplir. Pasar siglos enteros en una cárcel es una forma triste de malgastar una existencia bendecida con una duración tan larga.

-         ¿Intentas decirme que ese hombre estará mejor muerto que en la cárcel? – mascullé.

-         No, nada de eso. Solo digo que yo también siento lástima por quienes han sido condenados. Que una persona se merezca su sentencia no lo hace menos digno de compasión – razonó. - Pero toda sociedad necesita leyes, Rocco. He visitado mundos sin normas, planetas anárquicos. Y nunca duran demasiado. Solo dejan destrucción y caos a su paso. Hay un bien y hay un mal, y sería genial que la gente fuera capaz de limitarse a hacer lo primero, pero no es así. Hay una vasta zona de grises y hay ciertos individuos que cometen atrocidades. No solo es necesario sentar un ejemplo, establecer unas consecuencias para las malas acciones, sino que es imprudente dejar que esas personas caminen con libertad entre los demás. Si un asesino queda en libertad, mañana puede matar a otro inocente.

Comprendía lo que me estaba diciendo, era lógico, pero algo dentro de mí se revolvía.

-         La gente puede cambiar – protesté. – Si las condiciones son las adecuadas, un criminal puede dejar de serlo.

-         Lo sé. El concepto de reinserción no es utópico, se puede conseguir con esfuerzo y un buen sistema. Las leyes de Okran también apoyan esa idea, en la mayoría de los casos, pero, al ejecutar a alguien, le niegas esa posibilidad. Me parece bien que pienses que todo el mundo merece una segunda oportunidad.

-         ¿Tú no lo crees? – pregunté, con curiosidad.

-         Yo no sé lo que creo – me confió. – Tantos años me han enseñado a no hacer afirmaciones categóricas de las que después me pueda arrepentir. El problema de empatizar con el sufrimiento ajeno es que a veces sientes que ningún castigo, ninguna venganza será suficiente para hacer justicia a ese dolor. Pero la justicia y la venganza son cosas diferentes, aunque a menudo las confundimos. Creo que a todos nos iría mejor si nos juzgara alguien que nos quisiera y que viera en nuestras acciones los errores de un niño que está aprendiendo.
Me quedé en silencio reflexionando sobre sus palabras y, cuando giré mi rostro para mirar en su dirección, me sorprendió ver su expresión angustiada.
-         Yo tendría que haber sido condenado a muerte – afirmó. – Por lo que le hice a tu madre.

-         No le hiciste nada. Ella quería…

-         Eso no importa. Ante la ley era una niña. Mis padres ocultaron lo que pasó. Ocurrió en otro planeta, nadie tendría por qué enterarse. Como digo, a todos nos iría mejor si nos juzgara alguien que nos quisiera, que viera en nuestros actos los errores de un hijo – repitió, parafraseándose a sí mismo. – Claro que a veces los crímenes del juez son peores que los del delincuente.
Koran apretó los puños. Pensar en sus padres le provocaba un gran dolor y no era difícil entender por qué, ya que habían intentado acabar conmigo. Quizá por eso sentía tanta rabia hacia aquel guardia, porque depositaba sobre él parte del rencor que sentía hacia ellos.
-         Lo cierto es que, al igual que a ti, me cuesta entender que la muerte de alguien sea la solución a nada – continuó, en un tono más seguro que antes. – En alguna ocasión he sido incluso firme defensor de abolir la pena capital. Hasta ayer por la tarde, cuando casi te pierdo antes de haber tenido ocasión de conocerte – susurró. – Me alegro de que sientas tanta compasión por él, porque yo no puedo y así la sientes por los dos.

Pasó un brazo por mis hombros en ademan protector. Estaba seguro de que si alguien le hubiera hecho daño a mi madre yo tampoco sería capaz de encontrar lugar para la clemencia. ¿Era así como me veía Koran? ¿Como alguien necesario e imprescindible en su vida? Me apoyé sobre él, algo abrumado por la fiereza con la que me defendía.

-         Estás frío – me quejé.

-         No, es que tú estás caliente - sonrió. - Te durará todavía un par de días más, junto con la hipersensibilidad. Después, tu temperatura descenderá un poco, aunque seguirá siendo algo más alta que la de los terrícolas. La temperatura estándar de un okraniano es de 38 grados.

-         Vaya. ¿Y cuándo tenéis fiebre directamente echáis a arder?

Koran dejó salir una risita apenas sonora y me dio un beso repentino en la frente. No era la primera vez que lo hacía, pero no sabía si me llegaría a acostumbrar. Nunca había tenido un padre, pero siempre había pensado que, de tenerlo, sería menos cariñoso que mi madre. Y resulta que lo era más.
-         Solo es un grado superior a la de los terrícolas – me hizo notar. – Pero lo que has dicho me ha recordado algo: aquí hay enfermedades para las que tu cuerpo no está inmunizado. Los virus y bacterias de cada planeta son diferentes. Yo tuve que vacunarme antes de visitar la Tierra para no poner a nadie en peligro y tú debes hacer lo mismo por tu propia seguridad.

-         ¿Vacunarme? – protesté. – Pensé que a los dieciséis ya había terminado con esa tortura. ¿No se supone que estáis super avanzados? ¿No podrías haber erradicado las enfermedades?

-         Lo de que estamos avanzados, depende de cómo lo mires y de con quién lo compares – sonrió. - ¿Te dan miedo las agujas?

-         No. No soy un crío. Pero a nadie le gusta que lo agujereen.

-         Apenas te enterarás – me prometió. – Pero es necesario.

Suspiré, sabiendo que no tenía otra opción.
-         Estoy cansado y apenas es por la mañana – murmuré.

-         Has tenido unos días muy complicados – respondió, acariciándome el pelo. Aprovechó para quitarme el inhibidor con la mano que tenía libre y guardarlo en su bolsillo. – Ya no necesitas esto.

-         Tu muñeca está vibrando – me extrañé, separándome un poquito.

-         Ah, sí. Es mi chip – informó.

Se apretó el antebrazo suavemente y se proyectó un holograma, como si hubiera una pantalla en el aire.

-         ¿También tendré uno de esos? – planteé, sin saber si me gustaba o me daba miedo.

-         Sí, claro – respondió, algo distraído. Estaba leyendo la pantalla, pero yo no entendí lo que ponía.

-         ¿Qué dice?

Me miró unos segundos antes de responderme.

-         Es la sentencia. Se ha publicado el bando por si alguien quiere apelar al Código de Honor. Todas las personas de Okran lo han recibido.

Sí que habían sido rápidos. Parpadeé lentamente. En esa hoja digital se encontraba la única opción de supervivencia de una persona.
Me mordí el labio antes de hacer la siguiente pregunta, porque me daba vergüenza.
-         ¿Me enseñas a leer? – susurré.

-         Ya sabes leer, solo que esta es otra lengua. Sabes leer, ¿no?

-         ¡Claro que sé! – me ofendí.

-         Bueno, perdona. Nuestro idioma es algo complejo, te llevará un tiempo aprenderlo. Los signos escritos no se corresponden con los hablados. Es un lenguaje de símbolos, como el… como el chino, en tu mundo.

Resoplé. Huan Yue había intentado enseñarme chino una vez, pero lo habíamos dado por imposible.
-         A cambio, es un único idioma para todo el planeta – continuó, como para animarme. –
Y, hasta que lo domines, no tendrás problemas para comunicarte con la gente, ya te dije que la nave traduce todo lo que escuchas y todo lo que dices y, además, cuando sepas manejar tu don podrás comunicarte en cualquier lenguaje en el que hable tu interlocutor.

-         ¿Cómo funciona eso, lo de la nave? – me interesé.

-         Es difícil de explicar. En la sala de control hay un núcleo… algún día te lo enseñaré. En pocas palabras, es una forma de telepatía.

-         Wow. ¿Y no puede hacer que sepa leer también?

-         Me temo que no. Pero hay una solución muy fácil para eso – anunció. – Ven, lo arreglaremos ahora.

Apretó su antebrazo de nuevo y el holograma desapareció. Después se levantó y me indicó que le siguiera. Nos subimos de nuevo en un ascensor, pero no regresamos a la planta donde tenía su habitación, sino que fuimos a otro piso, uno que estaba lleno de gente y que tenía cierto aspecto de…
-         ¿Es un centro comercial?

-         Aquí están todas las tiendas de la nave – me explicó. – Vamos a comprarte un brazalete. Y otras cosas, ya que estamos aquí.

-         ¿Un brazalete?

-         Mmm. Un ordenador que llevaras en tu muñeca. Creo que esa es una analogía que podrás entender.

-         Pensé que para eso era el chip – respondí.

-         No exactamente. El chip es un medio de identificación y de información oficial. Pero no puedes conectarte a la red con él.

-         ¿La red? ¿Como internet?  - pregunté, entusiasmado.

-         Bastante similar, sí. Sin embargo, antes de que lo preguntes, no sirve para contactar con la Tierra. Eso sería demasiado peligroso. Los terrícolas no deben saber de nuestra existencia todavía.

Suspiré, pero asentí.
Koran avanzó hasta integrarse en la multitud y yo le seguí de cerca.
-         Con el brazalete, podrás traducir cualquier texto – me explicó. – Te enseñaré.

-         Genial.
Aunque nunca me había gustado mucho ir de compras, me sentí a gusto en aquel lugar. Era una realidad que conocía, nada de super tecnología ni dinosaurios ni espacio exterior. Solo tiendas.
-         No te separes de mí – me dijo Koran, intranquilo de pronto.

-         Si sabes que no soy un bebé, ¿no? Empiezo a preocuparme.

-         No conoces este sitio, te puedes perder – replicó y eso no se lo podía negar. – No te voy a dar la mano, pero si te pierdo de vista una sola vez lo haré, ¿entendido?

-         Grr.

Koran se detuvo y se giró para mirarme fijamente.
-         Pregunté si está entendido – repitió, en un tono que casi me hizo cuadrarme como un soldado.

-         Sí. No me separaré.

-         Bien – se dio por satisfecho y echó a andar de nuevo.


Le saqué la lengua cuando no podía verme y me sorprendí de mi propia niñería.
No tuve tiempo de tentar más a la suerte porque enseguida entramos en una tienda llena de pantallas y proyecciones holográficas. Había muchos aparatos expuestos que no me eran familiares, pero todos los clientes jóvenes los miraban con ambición.
Nos dirigimos directamente hacia un dependiente. Yo no podía dejar de mirarlo todo con fascinación.
-         A-alteza- dijo el hombre, al reconocer a Koran.

-         Buenos días. Estaba buscando un brazalete para mi hijo. No está muy familiarizado con nuestra tecnología, así que queremos uno de interfaz sencilla, pero con todas las funciones y la máxima velocidad. Y si pusiera configurarlo en terrícola, se lo agradecería… Idioma español.  

-         Cla-claro. Vengan conmigo.
El hombre se aproximó a un estante y cogió un brazalete guardado en una caja transparente. La abrió y empezó a explicarnos algunas características. No me quedé con todo, pero básicamente con esa cosa podía recibir llamadas, ver películas, buscar información…
“Es como si me estuviera comprando un móvil”.
De hecho, incluso en la Tierra se podían encontrar pulseras tecnológicas. Estaba seguro de que no tendría problemas para entender el funcionamiento de aquel artilugio, aunque yo jamás había podido permitirme nada parecido.


-         ¿Te gusta? – me preguntó Koran.

Me entró una timidez repentina e inexplicable, pero asentí.

-         ¿En qué color lo quieres?

-         Negro está bien – susurré.

El dependiente hizo algunos cambios en la configuración y de pronto el aparato empezó a proyectar un letrero en perfecto castellano. Sonreí.
-         Bienvenido, usuario – se escuchó, por un altavoz. – Por favor, introduce tu nombre.
Apareció un teclado táctil y pulsé las letras con una sensación extraña, porque mi dedo solo tocaba el aire.
-         Perfecto, muchas gracias – dijo Koran.
Pasó la muñeca por un mostrador y se escuchó un pitido como de caja registradora. ¿Sería esa la forma de pagar? ¿A través del chip? Debía ser, porque inmediatamente después salimos de la tienda. Yo me coloqué el aparatejo en el brazo y apreté el único botón visible para hacerlo funcionar, pero Koran me sujetó suavemente por el hombro.
-         Aquí no. Te distraerás y te quedarás atrás. Luego lo podrás trastear todo lo que quieras.
Me resigné y me dejé llevar hasta otra tienda. Esta era de ropa y allí me compró más de la que había tenido en toda mi vida.
-         No necesito tanto – murmuré.

-         Tonterías. Todavía tengo que comprarte algo elegante para actos oficiales. Y otro pijama, creo que el que te di no te hace sentir muy cómodo.

¿Cómo podía ser tan observador?
Las prendas de aquella tienda tenían una etiqueta con un código que, al escanearlo, te permitía simular cómo te quedaban puestas, sin necesidad de probártelas. Mi sueño hecho realidad, odiaba probarme ropa.
Nos pasamos el resto de la mañana comprando todo lo que Koran consideraba necesario. No entendía el sistema monetario de aquella sociedad, pero estaba seguro de que se había dejado una pasta en mí. Aunque dudaba que un príncipe tuviera problemas de dinero, me dio algo de apuro. Me había acostumbrado a ahorrar, mi madre jamás habría podido gastar tanto en un solo día.
-         Mu… muchas gracias por todo esto – le dije, cuando fue la hora de volver a la habitación a dejar las cosas para ir a comer.

-         No hay por qué darlas. Todo lo que necesites y esté en mi mano conseguir.

Sonreí, algo ruborizado.
Aunque seguía sin apetito, comí solo por complacerle. Me enseñó a pedir comida, lo cual se hacía apretando un botón bajo la mesa y seleccionando entre un variado menú. Dejé que él escogiera por mí, hasta que pudiera aprender qué era cada cosa.
Me trajeron un plato de verduras al horno, parecido a la musaka, pero sin carne picada. Intenté no pensar de qué animal procedía el queso.
Nunca había odiado las verduras, excepto el pimiento crudo, la lechuga y las alcachofas, pero algo me decía que en muy poco tiempo sería capaz de dar cualquier cosa por un kebab o una hamburguesa del McDonald. 
Koran intercambió algunas palabras con nuestros compañeros de mesa, pero a mí me dejaron bastante tranquilo. Esa era la primera comida normal que pasaba allí, sin montar escenas o estar medio dormido. Me dediqué a observarlo todo y vi que varios niños pequeños se levantaban y comenzaban a jugar tras vaciar sus platos. Todos eran como una gran familia. Sonreían mucho y parecían bastante agradables. Los niños de una mesa acudían sin vergüenza a hablar con los adultos de otra y a veces se iban con alguna golosina.
Precisamente una niña se acercó a nuestra mesa: la pequeña Ari, que había comprado mi amistad tras haber salvado a Koran.
-         Hola – me saludó.

-         Hola – respondí, sorprendido.

-         ¿Me das un obi? Me comí toda mi comida – me aseguró.
Koran acudió a mi rescate y manejó él la conversación.
-         ¿Es eso verdad? ¿Toda, toda? – preguntó y la niña asintió con una sonrisa. – Lo siento, no tenemos ningún obi ahora, pero estoy seguro de que Arkun sí.

-         Maestro, ¿me das un obi?

-         Claro que sí.

Arkun rebuscó en su bolsillo y sacó una bolsita llena de esferas pequeñas. Le dio una a la niña y esta se la llevó feliz a la boca.
-         Si quieres uno tú también, tendrás que terminarte eso – me dijo.
Sentí que debía ofenderme, porque solo había visto a los niños pedir aquella cosa. Pero también tenía curiosidad.
-         ¿Qué es eso?

-         Es un dulce – me explicó Koran. – Hoy es… para que lo entiendas, es como fin de semana. Es una tradición. Si los niños se comen todo, sus padres les dejan levantarse y pedir obis por las mesas.

-         A vos no os suelen pedir, les espantáis – se burló Arkun.


-         Si tú quieres hacerlo, es importante que cada día alternes de mesa, para no ofender a nadie. Todos querrán darle un regalo al hijo del príncipe – me informó Koran.

-         No tengo cinco años – gruñí, entre dientes.

-         Ari tiene tu edad – objetó, con una sonrisa.

-         Sí, pero es una mocosa. Yo soy un adulto, ¿bueno?

-         Aún no – me recordó. Grrr.
Cuando acabé de comer, Arkun dejó discretamente una de esas esferas a mi lado. Al principio, la ignoré, con dignidad. Pero cuando Koran se despidió para marcharse estiré la mano y me la guardé en el bolsillo con un movimiento rápido. Quería saber a qué llamaban allí “dulce”. Me había fijado en que no solían comer postre, otro punto negativo: ni carne ni chocolate. ¿Se habían propuesto acabar conmigo?
Resulto que el “obi” era chocolate, o al menos sabía muy parecido. Estaba riquísimo. Lo probé cuando salimos del comedor y Koran apenas pudo disimular una sonrisa.
Ya en la habitación, me pasé un buen rato poniendo en funcionamiento el brazalete. Con ese pequeño aparato podía hacer de todo. Tenía ganas de explotar la música y el entretenimiento de Okran, pero había otra cosa más importante que tenía que hacer primero.
-         ¿Dices que con esto puedo traducir cualquier cosa? – pregunté.
Koran me había dejado tranquilo y leía un libro mientras yo estaba con el brazalete, pero al escucharme se levantó y se acercó a mí.
-         Sí, mira – accedió al menú principal y me explicó lo que tenía que hacer. – Puedes escanear un documento físico, o copiar y pegar un texto digital. Quieres leer el bando, ¿no? La sentencia.
Asentí, algo tenso. No podía dejar que averiguara lo que me estaba planteando. Por suerte, Koran creyó que no me movía nada más que un sano interés y buscó el documento por mí, haciendo que el brazalete lo tradujera automáticamente.
-         No te obsesiones – me aconsejó, mientras acariciaba mi nuca suavemente. – Y ten en cuenta que ese hombre se condenó a sí mismo cuando decidió pertenecer a una organización terrorista. Los Protectores han hecho mucho daño en este planeta.
Busqué información sobre los “Protectores de Okran” y me salieron algunos vídeos, pero al pinchar en uno de ellos no me dejó verlo.
“Restricción: contenido violento” fue el mensaje que salió.
-         ¿Está capado? – protesté. Koran me miró sin comprender. - ¿Hay cosas vetadas?

-         Por supuesto que sí, tiene el filtro de menores de edad.

-         ¡Agh! ¡Estoy harto! ¡No soy un puto crío!

Koran frunció el ceño y al segundo siguiente sentí una palmada sobre el pantalón. No fue muy fuerte, pero me pilló desprevenido.
PLAS
-         ¡Au!

-         Última advertencia sobre tu vocabulario. No admito las groserías. Ni las palabrotas ni los gritos son formas eficientes de comunicarse – me regañó.

-         ¿Y qué harás? – pregunté, airado. - ¿Pegarme cada vez que diga un taco?

-         Si hace falta, sí, pero será más de una palmada – me advirtió.

Le miré con toda la ira de la que fui capaz, mi interior rebelándose contra su imposición. No es que a mi madre le gustasen las malas palabras, pero ella me llamaba la atención sin esa firmeza casi militar. Además, mamá podía darme órdenes si quería, pero él… Recién le estaba conociendo.
-         Voy a darte espacio, porque estás furioso y acabarás diciendo algo que te meta en problemas. Luego, si quieres, podemos hablar – ofreció y se retiró para seguir leyendo sobre la cama mientras yo estaba en el sofá con el brazalete.
Durante un par de minutos, no hice realmente nada más que rumiar mi enfado, pero se me fue pasando y recordé lo bueno que Koran había sido conmigo durante aquel día y medio que llevaba con él. Era un poco estricto, de acuerdo, pero me había tratado muy bien.
-         ¿Por qué hay un filtro de edad? – pregunté, todavía molesto, pero ligeramente menos rabioso.

-         Porque hay cosas que ni siquiera son aptas para adultos, mucho menos para un… para alguien joven. Y si me vas a recordar tu edad, ten muy presente que ya la sé, te has pasado repitiendo lo grande que eres desde que te conozco. Pero sigues siendo muy joven para determinadas cosas. Además, eres empático. Algunas imágenes pueden afectarte mucho. Tienes habilidades ahora, todo lo que veas te causará un impacto y puedes llegar a canalizarlo. Ni siquiera empiezas a comprender el alcance de tu don.
Gruñí, pero eso último sonaba razonable. Le di la espalda, para dejar claro que seguía irritado, pero en realidad ya apenas me sentía así. Continué buscando cosas sobre aquel grupo terrorista y, aunque los vídeos y las imágenes gráficas no me dejaba verlos, si podía leer las noticias. Lo que les habían hecho a algunos mestizos era horrible. Habían cometido verdaderas masacres.
Pero el guardia fue amable conmigo. Antes de intentar matarme, quiero decir. No parecía un asesino despiadado” pensé.
¿Qué importancia tenía quiénes eran tus padres? ¿Por qué era tan relevante que no fueras cien por cien okraniano? ¿Tan racistas eran?
De pronto sentí una caricia en el pelo. Koran se había aproximado sin que lo notara.
-         Estás triste – susurró. - ¿Es porque te regañé?

-         No – respondí, algo conmovido porque estuviera tan pendiente de los sentimientos que percibía en mí. – Es por lo que estoy leyendo. Creo que había pensado que… aquí era perfecto.

Koran entendió y continuó con las caricias.
-         Ningún lugar es perfecto, Rocco. Somos extraterrestres, no dioses. En el pasado, los terrícolas nos han idealizado. En nuestros primeros contactos, éramos descuidados y les dejábamos ver nuestras diferencias. La longevidad, algunas habilidades, les hicieron pensar que éramos más que hombres. Pero tenemos los mismos defectos, sino algunos más. Vivir mucho te puede dar humildad o arrogancia. Aquí también ha habido violencia y discriminaciones y guerras. Llevamos mucho tiempo en estado de paz, pero hay unos pocos que quieren alterarlo. Tal vez deberías dejar de investigar por un rato – me sugirió.

-         Sí, enseguida termino.

-         Como quieras.

Esperé a que cogiera su libro de nuevo y volví a concentrarme en el bando con la sentencia. Las instrucciones eran claras: “para apelar al Código de Honor, hay que rellenar el siguiente formulario”.
Abrí el documento y no conocía la mitad de los datos que me solicitaban. ¿Número de identidad? ¿Sería algo así como un carnet okraniano? No tenía de eso. ¿Dirección? Ehm… nave espacial, habitaciones del príncipe Koran. Acabé escribiendo mi nombre, mi fecha de nacimiento y poco más.
Me era difícil descifrar por qué era tan importante para mí que ese hombre no muriera. Tenía que probar que ese mundo valía la pena. Que la vida valía la pena. No podía ser que una persona fuera a morir y nadie estuviera dispuesto a pasar una prueba para salvarle.
Le di a enviar y respiré hondo. Desconocía cuál era el siguiente paso. ¿Dónde y cómo sería la prueba? ¿Me enviarían algún mensaje?
-         ¿Pero qué has hecho? – exclamó Koran de repente, mirando su brazalete.
No podía saberlo. No podía saberlo, ¿verdad?
-         ¿Te has inscrito para la prueba? – rugió. Vale, sí lo sabía.

-         Yo… ¿cómo… cómo lo sabes?

-         ¡Porque una inscripción medio en blanco de UN MOCOSO de diecisiete años ha llamado la atención de los organizadores! 

Maldije en silencio. Claro, si no sabían que era mestizo al leer 17 años debían de haber pensado en alguien como Ari, cogiendo el brazalete de su padre para jugar o algo así.
Koran estaba visiblemente alterado, estaba colérico. Me encogí en el sofá, pero no sirvió de nada porque vino hacia mí, tiró de mi brazo para levantarme y me dio otra palmada, solo que bastante más fuerte que la de hacía unos minutos.
PLAS
-         ¡Ay!
Me llevé la mano atrás involuntariamente, para frotarme. Había dolido mucho. Creo que también influía que no llevaba el inhibidor y, según me había dicho, seguía teniendo hipersensibilidad.
-         ¡No tienes ni la más remota idea de en qué consisten las pruebas, ni de lo peligrosas que son! ¡Eres un inconsciente, Rocco!
Apenas alzó la voz, pero, por primera vez desde que estaba allí, me hizo sentir verdaderamente pequeño. Mucho más que cuando me sobreprotegía o me infantilizaba. En esa ocasión me hizo sentir como un niño estúpido que no comprende que la mano no hay que meterla en el fuego.
No entendí por qué se me aguaron los ojos, pero se me aguaron. El labio inferior me temblaba un poquito y tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no echarme a llorar.
-         No te doy una zurra porque no te lo había prohibido expresamente, creía que no era necesario. Por si acaso, y para que quede claro, NO puedes inscribirte en esa prueba. Si lo haces, te aseguro que te pondré sobre mis rodillas, te bajaré la ropa y te dejaré el trasero tan caliente que nunca más necesitarás un calefactor.
Eso terminó de arrancarme las lágrimas. Llevado por un impulso, salí corriendo y agradecí que las puertas de la habitación se abrieran para mí. Corrí a toda velocidad por los pasillos de la nave y no me detuve hasta llegar al ascensor. No tenía rumbo fijo, pero el ascensor tenía puertas que se cerraban y que harían de barrera por si Koran me seguía.
Una vez dentro de la cabina, apreté todos los botones y me apoyé en una de las paredes, dejándome caer hasta el suelo para abrazarme las piernas y llorar.
Mi brazalete empezó a vibrar, pero lo ignoré. El ascensor subió y bajó por todos los pisos que había marcado. En uno de ellos se abrió y había una mujer esperándolo, pero al verme se quedó congelada.
-         Chico, ¿estás bien? ¿Qué te pasa?
No al respondí.
-         ¿Te encuentras bien?

-         Snif… sí.

-         ¿Necesitas algo?
Estiré la mano y apreté un botón, deseando que fuera el adecuado, porque los símbolos no eran exactamente igual a los que yo conocía. Por suerte, funcionó: las puertas volvieron a cerrarse y la mujer no se subió.
-         Rocco, tu padre está llamándote – anunció la voz del sistema. Así que también podía hablarme en el ascensor. - Por favor, desbloquea tu brazalete.

-         Snif... No quiero.

-         ¿A dónde te diriges? – siguió preguntando la voz.

-         Snif… No lo sé.

En el siguiente piso en el que paró, había muchas más personas esperando. Consciente de que no podía retener el ascensor para siempre, opté por abandonarlo y me abrí paso a empujones entre la gente.

Reconocí la planta en la que había estado aquella mañana, la del juzgado y el jardín. Irónicamente, fui a sentarme en el mismo banco en el que Koran me había abrazado unas horas atrás.

Estaba frustrado porque mi plan no hubiera resultado y enfadado, muy enfadado con él, aunque quizá también un poco conmigo.

-         ¿Sistema? – llamé, vacilante. No sabía si seguía funcionando allí.

-         ¿Sí, Rocco?

¿Era el mismo sistema que el de la habitación? Había tantas cosas que aún no sabía de aquel sitio…
-         ¿Tú puedes contestarme a algo que mi pa... sin que Koran se entere?

-         No tengo ningún protocolo de información – respondió. Imaginé que eso significaba que sí.

-         ¿Cómo tengo que rellenar la solicitud para la prueba del Código de Honor?

-         Según mi registro, eres menor de edad. No puedes inscribirte.

-         ¿No hay ninguna forma? – insistí. – En mi mundo, me faltan pocos meses para ser adulto.

-         No puedes inscribirte - repitió.

-         Koran no me habría amenazado así si no hubiera una manera – rebatí. – Sistema, dime la verdad.

-         Técnicamente, hay un vacío legal. Tu padre no te ha reconocido oficialmente. Aún no tienes documentos. Los mestizos que viven en el satélite Rulan no tienen un número de identidad okraniano. Puedes hacerte pasar por uno de ellos.

-         ¡Genial! ¡Dime cómo!

-         Mis protocolos advierten de que no es aconsejable.

-         ¡Me da igual, dime cómo! – insistí. – Diré que tengo dieciocho años. Dieciocho se considera mayor de edad para un mestizo, ¿verdad? Mejor pondré diecinueve, por si acaso.

El sistema me fue guiando en el proceso. Rellené la solicitud poniendo que pertenecía el satélite Rulan y alterando mi fecha de nacimiento. También modifiqué mi nombre y mi apellido.

“Huan Yue Zao” escribí, tomando prestado el de mi amigo.

3 comentarios:

  1. Wow de las mejores historias que lei porfa continuala pronto

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  2. Ahora si se le va armar!!! Sigueee

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  3. Primera vez que comento una historia en dos años que tengo visitando este blog pero está me está gustando mucho! Porfaaaaa sigue 🙈😳

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