CAPÍTULO
4: ROPA
Pese a todo a Héctor le costó que entraran,
porque se perdían mentalmente en las inmensidades de aquél jardín. Clitzia y
Tizziano pretendían que Héctor les dijera el nombre de cada tipo de flor o
árbol y cuando vieron la piscina pareció como que ya habían visto todo lo que
querían ver de aquella casa. Entonces Héctor les recordó que aún tenían que ver
el interior y esa segunda vez los dos se mostraron entusiasmados, seguramente
deseando ver dónde iban a dormir.
Nada más abrir la puerta, atraída por el
ruido, salió a recibirle una mujer rechoncha, de unos cuarenta y muchos años, o
tal vez cincuenta y pocos. Héctor sonrió de inmediato a su vieja tata, que
trabajaba en aquella casa desde que él tenía cinco años. Esa mujer había
cuidado de él como una segunda madre, y desde que ésta no estaba y aún cuando
vivía actuaba a veces como la principal.
- María – saludó, con afecto en la voz, pero
por primera vez en muchos tiempo no recibió una sonrisa ni un abrazo
rompehuesos en respuesta. María le ignoró completamente y se abalanzó sobre los
dos niños, que aunque se echaron para atrás no pudieron esquivarla. María les
abrazó a los dos a la vez, abarcándoles con sus enormes brazos.
- Pero qué grandes son, y qué guapos, y qué…
pero no se quede ahí como un pasmarote, preséntemelos ¿no? – regañó, mirando a
Héctor como si acabara de romper su porcelana favorita. Sólo ella tenía la
habilidad de tratarle con confianza sin dejar de llamarle de usted.
- ¡Pero si no me has dejado!
- No le he dejado, no le he dejado… No, si es
que éste chico…Pero ya se sabe, hombres son hombres… - rezongó María, que nunca
perdía oportunidad de meterse con el género masculino. Rápidamente cambió su
expresión por una sonrisa, y acarició el rostro de ambos niños como si fueran algo
precioso y delicado. – Bueno, ¿cómo os llamáis?
- Tizziano.
- Cli…Cli…- intentó decir Clitzia, pero
sentía demasiada vergüenza como para acabar de presentarse. Sus mejillas
estaban teñidas del más puro rojo y había juntado las puntas de los pies, y se
las miraba como si fueran algo muy interesante.
- ¿Cliclí? – preguntó María, extrañada -
¡Estos italianos y sus nombres raros! En fin, yo soy María, cielos, y soy la
cocinera.
- Eres muchas cosas más, María – replicó
Héctor. – No sé que haría sin ti.
- Dice eso, pero luego no me sube el sueldo –
bromeó, guiñándole un ojo a Tizziano y a Clitzia. Luego jadeó y puso una mueca
de espanto. - ¡Jesús! ¡Pero qué delgada está ésta niña! Ven Cliclí, que voy a
darte algo de comer. Mientras yo esté aquí nadie estará tan delgado, no señor.
- Clitzia – musitó la niña – Me llamó
Clitzia.
- ¡Aichs! ¡Pues Cliclí es más fácil de
pronunciar! - protestó María – En fin, da igual, ven a comer algo.
- Primero voy a enseñarles esto, María.
- ¡La Virgen! Pues como empiece no termina
hasta mañana. ¿No ve que esto es muy grande y estos niños tienen que comer? –
preguntó la mujer, y casi miró a Héctor como si él fuera el culpable de que
estuvieran tan delgados. – Nada, nada, a la ducha, a comer y ya les enseñará
esto luego…
Era un buen plan, pero cuando María se apartó
y les dejó pasar por fin la mente de los niños se disipó. ¡Qué techo más alto!
¡Qué lámpara más grande! ¿Y ese cuadro tan raro? ¿Eso de ahí, plano y más
grande que una pizarra, es una televisión?
Héctor sonrió ante sus expresiones
omnubiladas.
- ¿Quién quiere darse un baño, mmm? Hay uno
en cada habitación y otro en cada planta, así que tenéis dónde elegir. El de
abajo tiene jacuzzi.
Tizziano y Clitzia le miraron para ver si
estaba bromeando. Al ver que no se miraron sin saber bien qué hacer. Héctor
decidió echarles un cable.
- Lo primero es lo primero: os daré toallas
y….y…. ¡rayos! ¿Qué ropa os vais a poner? No tengo ropa de niño.
Héctor observó a ambos por unos segundos.
Normalmente alguna de sus camisetas habría servido al menos a Tizziano, pero el
niño estaba demasiado delgado y era demasiado pequeño. Su cuerpo no era el de
un muchacho de catorce y la ropa de Héctor le quedaría muy grande, y a Clitzia
también.
- ¿No tenéis nada de ropa? – preguntó.
Pregunta estúpida puesto que él había llevado su equipaje, y aunque no había
visto lo que había dentro de aquella bolsa, ninguno de los bultos se sentía
como ropa al tacto.
– Esta nos sirve – dijo Tizziano. – Sólo nos
la hemos puesto tres días.
- ¿Qué? – exclamó Héctor. Cierto. Era la
misma ropa que llevaban el día en que les conoció. - ¿Es que allí no os dieron
más ropa? ¡Pero qué gentuza! ¿Es que no se preocuparon en ese centro de que os
cambiarais todos los días?
- No sé cuál es el problema. Esta ropa está
muy bien. Cambiarse todos los días es una tontería. – replicó Tizziano.
– No, no es ninguna tontería. Es una cuestión
de higiene. Uno se baña, o se ducha, me da igual, todos los días, y se cambia
de ropa.
- Eso será para la gente rica. Nosotros sólo
podíamos ducharnos cuando conseguíamos dormir en un albergue.
Héctor sintió un nudo en el estómago.
- Siento mucho escuchar eso, pero ya no será
así nunca más. Ahora viviréis aquí y estaréis mucho mejor.
Tizziano gruñó, algo incómodo.
- De todas formas no necesito ni más ropa ni
un baño. Me bañé hace dos días.
- Ya lo creo que lo necesitas. Haremos esto:
os dejaré con María un momento, mientras os enseña la casa, y me iré a comprar
algo de ropa para los dos. Ya iremos otro día a por más cosas.
- ¡Que no necesito! - protestó Tizziano.
- ... A mamá le gustaba que nos ducháramos
todos los días. - susurró Clitzia, que había permanecido algo aparatada. Eso le
valió una mirada furiosa de su hermano.
- ¡Mamá ya no está! Desde hace meses sólo
somos tú y yo, y tú y yo no nos podemos duchar todos los días, ni tener ropa ni
vivir en una casa bonita, Clitzia. Entérate de una vez, y no pretendas vivir
como lo que no eres - espetó, hablando en español para que Héctor se enterara
también de una maldita vez.
- ¿Y qué es? - intervino Héctor - Dime,
Tizziano, ¿qué sois? ¿Acaso no sois personas? ¿Por qué no ibais a poder hacer
todo eso, si yo digo que podéis?
Clitzia se acercó a Héctor y le miró con los
ojos muy ilusionados.
- ¿De verdad me vas a comprar ropa? ¿Ropa
bonita? - preguntó, en esa voz baja tímida que ponía cada vez que hablaba con
alguien que no fuera su hermano. A Héctor se le partió el alma.
- Sí, pequeña. Te voy a comprar muchos
vestidos, y muchos zapatos, y hasta una corona de princesa si la quieres.
En ese momento, Héctor se sintió capaz de
comprarle el mundo entero. Clitzia sonrió mucho y se fue corriendo hacia su
hermano.
- ¿Le has oído? ¡Dice que...!
Pero no pudo terminar, porque Tizziano la dio
un empujón.
- ¡Qué fácil te vendes, porcona! - la gritó.
Por desgracia para él, mucha gente cuando conoce un idioma lo primero que
aprende o quiere aprender son las malas palabras, como una especie de
curiosidad, y Héctor era de esos. Así que entendió perfectamente lo que
significaba aquella palabra, aunque Tizziano la hubiera dicho en italiano.
Furioso, sin pensar, Héctor se acercó a él,
le agarró de la camiseta, y le cruzó la cara. El golpe no fue muy fuerte, pero
sí impactante. Y tampoco le hizo cosquillas, claro.
- A tu hermana no la llamas puta.
Los ojos de Tizziano se humedecieron mientras
se llevaba la mano a la mejilla, y entonces cuando notó que Héctor aflojaba el
agarre se echó a llorar y se fue corriendo, sin dirección fija... simplemente
huyendo de allí, escaleras arriba.
María había observado todo desde una esquina,
y cuando sus ojos se cruzaron con los de Héctor le dedicó una mirada
envenenada.
- ¿Qué? No puedo permitir que le llame eso.
Ya me he fijado antes en cómo la trata y no me gusta nada. Tiene que respetar a
su hermana.
- ¡Él me trata muy bien! - replicó Clitzia,
alejándose de él. - ¡Cuidó de mí cuando mamá se fue!
Ella también se marchó escaleras arriba,
seguramente buscando a su hermano. Héctor se quedó ahí de pie, sin saber qué
hacer, sintiéndose taladrado por María.
- Bueno, ¿y qué querías que hiciera? - soltó
al final. María le había cuidado muchas veces cuando era pequeño... A veces él
la veía como una tía, o una abuela, y en ese momento casi se sentía como si
ella le hubiera regañado.
- Nunca le pegues en la cara. Le puedes hacer
daño. - replicó María, pasando del tratamiento formal. - Si vas castigarle,
asegúrate de que entiende por qué y hazlo bien. Y nunca dejes que se marche
llorando y sin hacer las paces. Parece un chico bastante vulnerable: no creo
que ponga objeciones a un beso y un abrazo. Sino sólo un abrazo, pero se lo
das.
Héctor estuvo a punto de decir algo así como
"¿un abrazo después de llamar puta a su hermana?", sin embargo luego
recordó que María había criado a tres niños (e incluso a cuatro si se incluía a
él mismo) y tenía cinco nietos. Tal vez supiera de lo que estaba hablando.
María no era su madre, sino primero una
empelada de esta y luego una empelada suya, así que nunca le había puesto la
mano encima, pero es imposible contar la cantidad de broncas que le echó cuando
él hacía algo malo. Y después, siempre, siempre, le hacía un cariño, o le daba
una galleta, o un beso, o un abrazo, o todo eso junto. Eso hizo que él quisiera
a esa mujer como se quiere a una abuela, porque entendió que ella le regañaba
por que le quería.
Héctor quería que Tizziano se sintiera así, y
que no le odiara, y se dio cuenta de que entonces no iba por buen camino. Él
niño no llevaba ni diez minutos en esa casa y él ya le había hecho llorar.
- ¿Y qué hago ahora? - preguntó, bastante perdido.
- Si tengo que responderte a eso es que no
estás preparado para cuidar de esos niños. - le dijo María. Eso era muy propio
de ella. No corría para reparar sus errores, sino que le empujaba a que él lo
hiciera, sabiendo que era la única que se negaba a complacerle. Héctor sólo
tenía que soltar unos cuantos billetes para que los problemas se fueran solos,
pero aquella vez no podía hacer eso. Estaba sólo.
"No, no lo estás. Tienes dos niños de
los que hacerte cargo, así que deja de hacer el idiota y sube a arreglar el lío
que has armado." dijo una voz en su cabeza. O tal vez fue María usando
alguna forma extraña de telepatía, porque cuando le vio subir las escaleras
sonrió, complacida.
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