CAPÍTULO
8: PICCOLO
Cuando Héctor decidió que iba a hacerse cargo
de los niños e inició los trámites para poder llevarlos consigo a España, sabía
que se estaba metiendo de cabeza en la cosa más difícil que había hecho nunca,
así que ojeó un par de libros de autoayuda con consejos para padres
desesperados. En ningún manual te ponía qué hacer cuando el adolescente a tu
cargo decide darte patadas. Se supone que los adolescentes no pegan. Que esos
son los niños de tres años, a los que les repites con paciencia "eso no se
hace".
Una repentina iluminación divina introdujo
una idea en la mente de Héctor. Tal vez, y sólo tal vez, fuera una tontería
hacer un manual sobre paternidad. Tal vez con eso lo que se estaba haciendo era
estudiar a los niños como si fueran animales de laboratorio, que responden a
los estímulos provocados por el investigador. Quizá ser padre era mucho más
jodido que eso. Quizá no valiera con un librito, porque los niños no suelen
seguir los manuales. Se salen de ellos, improvisan, y pobre de ti si no puedes
seguirles el ritmo.
Mandó el manual al carajo, porque de todas
formas el dolor en su espinilla no le hacía una persona muy diplomática en ese
momento. A decir verdad, lo que le apetecía hacer era devolver el golpe, pero
sabía que en aquella relación nueva que estaban creando, él tenía que ser el
que actuara correctamente. Acudió entonces a sus experiencias personales, a los
pensamientos más arraigados dentro de él, a la cultura popular, a sus instintos
primarios…. Y todo ello le llevó a pensar que lo que tenía que hacer era darle
al chico una buena paliza. Nada excesivo, pero que sirviera para enseñarle
modales.
Y después de pensar todo eso, miró al niño a
los ojos, y le vio lleno de rabia y sobre todo dolor, mucho dolor. Y pensó que
si se limitaba a pegarle no iba a conseguir nada. Tal vez consiguiera una
disculpa, y un buen comportamiento, pero perdería algo que le estaba costando
mucho trabajo ganar: la confianza de aquél crío.
Así que en su lugar hizo algo totalmente
absurdo, irracional, y sin sentido. Agarró a Tizziano por los costados, y le
abrazó con fuerza suficiente como para levantarle del suelo, si bien es cierto
que tampoco es que el niño pesara demasiado. No le soltó cuando Tizziano trató
de empujarle. No le soltó cuando Tizziano empezó a darle puñetazos. Y desde
luego no le soltó cuando empezó a llorar.
- No…me gusta… que me pegues – gimoteó el
niño, aparentando no tener más energías para seguir "defendiéndose"
del abrazo.
- A mí tampoco ¿eh? Y me diste una patada.
- Tú….snif…. tú me pegaste primero.
- Porque tú no me hablaste como es debido. Me
faltaste al respeto, cuando ya te había avisado de que no podías hacer eso.
- ¿Me vas a pegar siempre que no te haga
caso?
- Te voy a dar unos azotes – aclaró Héctor,
temeroso de que hubiera un malentendido con las expresiones. "Pegar"
podía implicar algo diferente.
- ¡Pues entonces te pasarás así todo el día!
– exclamó Tizziano, en tono de protesta, como dando a entender que le
desobedecería a menudo. Héctor se tuvo que reír ante esa forma de decirlo.
- Todo el día no. Estoy seguro de que irás
aprendiendo, porque tienes pinta de ser un chico muy inteligente.
Tizziano prefirió no responder a eso y se
restregó los ojos para limpiárselos. Ese gesto le hizo parecer adorablemente
pequeño. Luego sorbió por la nariz y se frotó donde Héctor le había pegado
antes. Héctor frunció un poco el ceño.
- ¿Te duele?
Tal vez tenía que recalcular la intensidad.
Para Héctor habían sido simples avisos, pero si le seguía doliendo después de
dos pequeñas palmaditas, quizá se había equivocado. Después de todo el
cuerpecito del chico delataba que no era muy fuerte.
- No, pero me va a doler. – respondió
Tizziano, y puso un puchero. Héctor parpadeó un poco. No conocía esa faceta
infantil y tierna en el chico, y desde luego no esperaba verla en un momento
como aquél. Todo el mundo habla aposta como un niño pequeño cuando se pone
mimoso, pero para Héctor fue todo un golpe bajo. Ese tonito le desarmó por
completo.
- ¿Y por qué te va a doler? – preguntó,
haciéndose el inocente, y usando un tono similar.
- Poiché tu vuoi darmi una sculacciata –
respondió, y lloriqueó un poco, y a decir verdad no era del todo sobreactuado.
Héctor no entendió lo que había dicho, pero su hermana sí, y en ese momento
abandonó su neutralidad para acercarse a él y agarrarle de la camiseta.
- Non ti azzardare! ¡Ni se te ocurra!
- ¿Qué no se me ocurra el qué, Clitzia?
- ¡Pegarle!
- Oh.
- Quieres darme una paliza – repitió
Tizziano, esta vez en español.
Héctor no respondió de inmediato, sino que se
quedó pensando, con Tizziano en brazos, casi sin darse cuenta de que le tenía
ahí. Finalmente pareció encontrar las palabras.
- No, no quiero hacerlo. Tampoco va a ser una
paliza, además, pero sí que voy a castigarte. Dijiste que los novios de tu
madre lo habían hecho alguna vez. No sé lo que ellos hacían, o como lo
llamaban, pero lo que yo voy a hacer es sentarme en la cama, ponerte encima, y
darte unos azotes.
Tizziano se ruborizó mucho y empezó a llorar
con más ganas, ya no sólo con lágrimas, sino sollozando todo él. ¿Catorce años?
Y una mierda. ¿Esa cosita? Esa cosita era un niño pequeño, sólo, asalvajado, y
asustado.
Héctor le frotó la espalda con algo de pena.
Ese no era el primer día que había imaginado.
- Clitzia, por favor, déjanos solos un
momento. En el salón dejé la bolsa con vuestras cosas: puedes ir a por ellas.
- No, que… snif…que no se vaya – gimoteó
Tizziano.
- Pequeño, voy a castigarte.
- Lo… lo sé, pero que no se vaya.
- No puede quedarse, Tizziano.
- ¿Por qué no?
Héctor estaba realmente confundido. ¿Acaso al
niño le daba igual que su hermana viera su castigo?
- Porque quiero hablar contigo a solas.
- Pero…
- No insistas, piccolo.
Tizziano renovó su llanto, desconcertando a
Héctor por completo.
- Está bien, está bien. No se va, ¿de
acuerdo? No se va.
- Snif…snif…
Héctor caminó hacia la cama con el niño aún
en brazos y se sentó, con él agarrado como un koala.
- No puedes darme patadas, Tizziano, ni
hablarme como lo has hecho. ¿Entiendes eso? – le preguntó, pero no obtuvo
respuesta, sólo más llanto. - ¿Lo entiendes?
Nada. Héctor suspiró. Por si las cosas no
fueran lo bastante complicadas, Tizziano le salía con esa especie de pataleta.
Intentó deshacer el abrazo y colocar al niño sobre sus rodillas, pero no fue
fácil.
- ¡No, no, no! ¡No quiero, déjame, no!
- Basta, Tizziano.
Héctor consiguió tumbar al niño y después
sujetarle fue más sencillo. Lo difícil fue, de hecho, recordar no hacer
demasiada fuerza, porque sintió los huesos del chico al poner la mano en su
espalda. Parecía que se iba a romper en cualquier momento, como si estuviera
hecho de cristal.
- ¿Aún quieres que tu hermana se quede? –
preguntó. Clitzia les observaba con los ojos muy abiertos y la indignación de
su rostro hizo que Héctor se sintiera como la mierda.
- Sof…sof….síii….
- Está bien – suspiró Héctor, y levantó la
mano. La bajó un poco y la volvió a subir, como incapaz de terminar lo que se
había propuesto. Tal vez porque Clitzia no dejaba de mirarle como si fuera un
monstruo. Trató de ignorar esa mirada, pero entonces prestó atención a los
sollozos cada vez más intensos de Tizziano, y a sus pataleos desganados, como
si quisiera bajarse de ahí pero al mismo tiempo no se sintiera con ánimos de
intentarlo.
Pasaron los segundos, y Héctor seguía con la
mano en el aire. ¿El niño pensaría que aquello era una venganza? ¿"Tu me
das patadas, así que yo te doy unos azotes"?
- No hacemos daño a las personas que cuidan
de nosotros. No hacemos daño a las personas que intentan ayudarnos. Ya tienes
edad para saber que no puedes ir dando patadas al primero que te enfade.
Esperó a ver si escuchaba algún tipo de
respuesta, y nada. Héctor se mordió el labio. Los sollozos también habían
parado. Dejar de oír aquél llanto desgarrador le dio fuerzas.
PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS
Por tercera vez en un corto rato, Tizziano
estalló en llanto. Cogió una almohada y comenzó a llorar cada vez más alto
mientras se abrazaba a la suavidad de la tela.
- Vamos, vamos, no te di tan fuerte – se
defendió Héctor, con el estómago cerrado ante esa forma de llorar. Su idea
inicial había sido darle unos cuantos más.
No quería dañar el autoestima del chico, así
que guardó silencio, pero le parecía que el comportamiento de Tizziano era
demasiado infantil para su edad. Lo cierto es que no terminaba de entenderlo.
Tenía catorce años y él sólo le había dado unas palmaditas. Tendría que estar
más enfadado que otra cosa, con el orgullo propio de la adolescencia, y sin
embargo lloraba como si Héctor acabara de darle la paliza de su vida.
- E…snif….snif… ella me llamaba piccolo.
Héctor dejó escapar el aire de golpe. Ese
apodo cariñoso le había parecido apropiado para el chico, porque… en fin,
porque era pequeño y era italiano, no había sido un gran despliegue de ingenio.
Héctor se reprochó el no haber pensado que su madre podría haberle llamado así.
Eso sí explicaba aquél llanto tan fuerte.
- Lo siento. No volveré a decírtelo. Lo
siento mucho, pero ya no llores. Sé que la echas de menos…
- No… snif snif. Me…snif… me gusta que me lo
digas.
Héctor sonrió.
- Píccolo – repitió, y Tizziano se levantó un
poco y le miró a la cara. Tenía los ojos muy abiertos y no parpadeaba. El labio
inferior le temblaba en un ligero puchero y gruesos lagrimones recorrían sus
mejillas. Héctor prácticamente sintió que su cuerpo le obligaba a darle un
beso. Lo hizo, y el niño ni se apartó, ni pareció reaccionar, aunque se mordió
el labio, como quien quiere hacer una pregunta y no se atreve.
- Nadie más que ella me decía cómo
comportarme.
Aquello no fue exactamente un reclamo. Casi
parecía como si le estuviera pidiendo explicaciones. "¿Por qué tengo que
hacerte caso a ti?" venía a decir. "No lo entiendo."
- ¿Y por qué crees que ella te decía cómo
comportarte? – preguntó Héctor a su vez.
- Porque… porque era mi madre. Y me quería.
- Pues yo también te quiero – afirmó Héctor,
con seguridad, y se sintió bien al decirlo, pero se sintió mejor al ver la
enorme paz que se apoderó de Tizziano. Parte de ese dolor y esa rabia que había
en sus ojos desapareció, como si sólo hubiera necesitado saber que alguien le
quería, después de todo. Que no estaba sólo aunque ya no tuviera madre.
Pobres chicos
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