CAPÍTULO
6: CALABACITA
Tizziano disfrutó del abrazo sin importarle
no tener más que una triste toalla por encima. Durante meses se moría por
dentro por uno de esos… no le valían los de su hermana, porque ella era más
pequeña y también lo estaba pasando mal. Él necesitaba un abrazo que le hiciera
sentir protegido. Que todo iba a ir bien, aunque fuera huérfano. Un abrazo
quitamiedos. Uno como el que Héctor le estaba dando, y en realidad sólo en
aquél día ya llevaba varios. ¿Se podía convertir en una costumbre? ¿Algo así
como "a tal hora, todos los días, tendrás uno de estos"? ¿Dónde había
que firmar?
Tras un rato, sin embargo, sintió que iba
siendo momento de separarse y se soltó. Héctor, al notarlo, le djó libre.
Tizziano le miró entonces con algo de reproche en los ojos.
- ¿Qué? – preguntó Héctor, que había sentido
ese abrazo también como algo especial. Sintió que la personita a la que había
estrechado era muy frágil y le necesitaba mucho.
- Dijiste que no lo harías otra vez –
protestó Tizziano.
- ¿Hacer el qué? – inquirió Héctor,
sorprendido. Luego cayó en la cuenta de a qué se refería y suspiró – Eso no fue
lo mismo. Antes te pegué en la cara, y vuelvo a pedirte disculpas por eso.
Ahora te he dado un azote, y puedes esperar muchos más si rompes las poquitas
normas que vas a tener.
- Pero… me pegaste. – se quejó el chico.
- Sí, supongo que técnicamente sí, pero tú
sabes lo que fue, ¿no? Es un castigo. Una forma de corregirte. ¿Tu madre nunca
lo hizo?
- Ella no… pero sus novios a veces sí. No me
gusta.
Héctor sonrió un poco y le acarició el pelo.
- No se supone que te guste.
Tizziano no dijo nada y se quedó muy quieto
mientras le acariciaba.
- Tú no eres uno de ellos.
- ¿Qué?
- Recuerdo a todos los novios de mamá. Tú no
eres uno de ellos. Tampoco eres mi padre. Así que, ¿quién eres? ¿Y por qué
dices que eres mi padre?
Héctor no supo qué responder ante una
pregunta tan directa. No estaba preparado.
- ¿Es que eres el padre de Cli? – siguió
preguntando el chico.
- ¿No tenéis el mismo padre? – dijo Héctor,
extrañado.
- No. Ella no conoce al suyo. Al principio
pensábamos que podías ser tú y que por eso fuiste a buscarnos.
Esa conversación debían tenerla algún día,
bien a fondo, pero ese no era el momento. Aunque se preguntaba cómo era posible
que los agentes sociales no supieran eso.
- Fui a buscaros porque era lo que tenía que
hacer – respondió Héctor, zanjando el tema. – Ahora al agua, antes de que se
quede fría. ¿O quieres salir ya? ¿Terminaste de bañarte?
- Un ratito más… - pidió Tizziano. Héctor se
rió por el tono ligeramente infantil que empleó. Estuvo tentado de recordarle
que no había querido meterse, pero supo que el recochineo no era una buena
estrategia.
- Claro, todo lo que quieras.
- Y ponme la radio esa.
- Ah, ahora te gusta ¿no? – sonrió, y se la
puso. Le dio un beso en la frente y le dejó terminar de asearse, preguntándose
en qué momento aquello había empezado a salirle tan natural.
Esperó a que ambos niños salieran del baño
con una sensación extraña en el estómago. Sentía que su vida iba a cambiar
mucho, que ya había empezado a hacerlo, pero era un cambio para bien. Abrazar a
ese niño se había sentido como la cosa correcta para hacer.
Héctor bajó a la cocina con la instintiva
necesidad de hablar con María para saber qué opinaba de los niños. Al entrar en
la habitación no pudo evitar sonreír al ver tantos platos preparados, entre
ellos unas natillas caseras que, sin ánimo de exagerar, tenían pinta de ser la
cosa más rica de éste mundo.
- A mí no me cuidas tan bien – protestó
Héctor. Se acercó a la mesa y trató de coger una magdalena, pero María le
interceptó de un manotazo.
- No es para usted, es para los niños.
- ¡Jo! – exclamó Héctor, usando aposta un
tono y gestos infantiles. María sonrió y le dio una magdalena. Luego empezó a canturrear
mientras amasaba con un rodillo lo que parecía un poco de hojaldre.
Héctor la observó mientras se comía el bollo,
reflexionando en su mente. Había más gente trabajando para él en aquella casa
además de María, pero ella era la única que vivía allí, interna. La casa a
veces parecía muy grande para ellos dos solos, y a Héctor no siempre le gustaba
la forma en la que ella le miraba… como si le recordase a sus hijos, que vivían
muy lejos. María sin duda se sentía sola también. Pensó que Clitzia y Tizziano
arreglarían eso. Hacía mucho que no la oía cantar.
Estuvo un rato allí y luego consideró que los
niños estaban tardando mucho en bajar. Subió a ver qué sucedía. Tal vez no
sabían qué hacer después. A qué habitación ir, ni nada. Héctor aún no les había
dicho dónde iban a dormir.
Los dos niños estaban en el cuarto de baño
que había utilizado Tizziano, ya vestidos cada uno con una de las camisetas de
Héctor.
- Ey. ¿Alguien tiene hambre?
Los ojos de Clitzia se abrieron mucho, a
falta de una respuesta verbal. Quedó muy claro, de todas formas, que la
respuesta era afirmativa. Tizziano asintió, con menos entusiasmo.
- Genial. No sé qué comida os gusta, pero
María hizo de todo, así que no creo que haya problema.
- ¿Me tengo que comer la verdura? – preguntó
Clitzia. Fue una pregunta tan infantil que Héctor se enterneció. Iba a decir
que no hacía falta, aunque quizá esa no fuera la respuesta que debía dar, pero
en cualquier caso no tuvo ocasión.
- Te comes lo que te pongan en el plato. –
espetó Tizziano, con algo de dureza, como dándole una orden.
- Pero…
- Sin peros. Te lo comes.
- ¡Tú no me mandas! – protestó Clitzia.
- ¡Pesas veinticinco kilos! – replicó
Tizziano. Eso para Héctor fue un argumento definitivo. ¡Dios bendito! ¡Doce
años y veinticinco kilos!
- ¡Tú eres mayor que yo y más pequeño!
- ¡Me falta calcio, pero yo al menos peso
treinta y dos! – respondió Tizziano.
"Espera, espera" pensó Héctor
"¿Está contento porque pesa TREINTA Y DOS kilos con catorce años?"
- Los dos vais a comer hasta que la despensa
esté vacía – declaró Héctor, con firmeza.
- ¿Y si no? – preguntó Tizziano, con
curiosidad. No era un desafío. Sólo preguntaba como intentando ver a qué
atenerse con aquél hombre. Así que Héctor se permitió responderle más bien de
broma.
- Entonces tendrás que enfrentarte a María y
su rodillo, ¡y no quieres eso!
Por desgracia, Tizziano no lo entendió como
una broma. En su mente vio a la enorme mujer que le había parecido amable
empuñando el rodillo como si fuera un arma.
- ¡Qué lo intente! ¡Esa ballena no podrá
alcanzarme!
Se hizo el silencio. Héctor se enfadó
bastante, porque María era una de las pocas personas que le importaban en el
mundo. Estuvo a punto de estallar en gritos y tal vez en otras cosas, pero
respiró hondo, dispuesto a calmarse. Luego miró a Tizziano fijamente.
- No quiero que vuelvas a insultar a nadie,
especialmente con su peso, especialmente a una mujer, y especialmente a María.
– advirtió. Tizziano iba a decir algo, pero Héctor no le dejó. – Esto ha sido
una advertencia, un aviso, o una información, si quieres. Pero si vuelves a
hacerlo te daré un castigo.
El niño le siguió mirando y no dijo nada.
Estaba intentando averiguar lo que Héctor en verdad estaba pensando.
- ¿Entendido? – preguntó Héctor, al ver que
no había respuesta. Tizziano asintió, despacio. – Bien. Ahora a cenar.
Héctor se dio la vuelta para ir el primero
por las escaleras, pero pudo escuchar perfectamente la conversación de los dos
hermanos, en susurros lo bastante audibles.
- ¡Le hiciste enfadar! – reprochó Clitzia. -
¿Por qué dijiste eso?
- No me gusta que me amenacen.
- No te amenazó… o no lo creo… Me parece que
sólo bromeaba.
- Él me pegó. Dos veces. Así que ya me creo
lo que sea. - respondió Tizziano.
- ¿Dos veces?
- Métete en tus asuntos.
- ¡Ahora me lo cuentas! – exigió Clitzia.
- Non lo farò!
- Perché sei così stupido a volte? - preguntó
Clitzia, en un tono como de discusión.
- Porque tú eres subnormal.
En ese momento Héctor se dio la vuelta, y se
paró justo en el rellano de las escaleras.
- ¿Qué acabo de decirte? – preguntó,
taladrando a Tizziano con la mirada. - ¿Qué te he dicho?
- Que… no se insulta. – respondió Tizziano,
con un hilo de voz.
- Te dije más que eso. Te dije que si lo
hacías de nuevo te castigaría – replicó Héctor, y sin darle tiempo a reaccionar
le agarró del brazo y le soltó dos palmadas sobre la parte trasera de los
muslos.
PLAS PLAS
- Au… - protestó Tizziano, bajito, y entonces
empezó a llorar. Héctor estaba bastante seguro de que no le había dado tan
fuerte como para provocar su llanto, así que pensó que tal vez era porque le
había castigado delante de su hermana. Le abrazó mientras el niño lloraba entre
flojito y sentidamente.
- Te avisé, pequeño. Te dije que nada de
insultos, y además hablamos también sobre tratar bien a tu hermana.
- Pero ella también me insultó a mí. –
protestó Tizziano. – Me preguntó que por qué a veces soy tan estúpido.
Héctor rodó los ojos. Sonaba como un niño de
tres años acusando a otro de robarle su juguete. Sin embargo, se dio cuenta de
que el chico tenía razón. Clitzia le había insultado, sólo que en italiano.
- Clitzia, ven aquí. – llamó.
- ¡No, no! – dijo Tizziano, tirando de su
brazo - ¡Es su insulto de advertencia! – exclamó, algo desesperado por evitar
que castigara a su hermanita. A Héctor le pareció tan tierno… Sujetó la
barbilla de Clitzia con delicadeza.
- No se insulta, ¿entendido?
La niña asintió, y Héctor decidió dejarlo
ahí, porque no había sido nada serio. Volvió a centrarse en Tizziano,
acariciándole el pelo.
- Te pegué dos… tres veces, tienes razón,
pero sólo lo haré cuando hagas algo malo y será un castigo. Nunca te haré daño
y no debes pensar que te amenazo. Lo del rodillo era una broma, pero sí que
quiero que comas, porque quiero que estés sano.
Tizziano suavizó su mirada en la última
frase, como agradecido por el hecho de que Héctor deseara su bienestar. Como si
hubiera estado desesperado porque alguien se preocupara por él.
- Te va a engordar como un pavo de Navidad –
murmuró Clitzia, que había vivido aquella escena con increíble calma, para ser
una persona tan tímida y asustadiza. Con aquella frase hizo sonreír a su
hermano, y Héctor sonrió también.
- Oh, y a ti como una calabacita, no te
preocupes. – repuso, y pellizcó su mejilla suavemente, en un gesto de cariño.
Luego pensó que esa palabra le gustaba. Calabacita. Su madre solía llamarle
así. Tal vez los apodos sean una de esas cosas que se transmiten de generación
en generación, como parte del ciclo sin fin de la vida.
Dream me encanta esta historia es muy dulce
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