CAPÍTULO
1: LOS PROTEGIDOS DEL REY
Arturo había conocido a Mordred cuando éste
era un niño. Recordaba su pelo oscuro y sus ojos claros, fríos y profundos que
parecían pertenecer a alguien mucho mayor. Recordaba el aire enigmático que le
envolvía, que hacía estremecer a quien lo contemplara. Pero Merlín tenía su
misma edad, y cuando le conoció los dos habían pasado ya la etapa infantil. No
había podido verle siendo un niño, y lo cierto es que nunca se había parado a
pensar cómo habría sido. Ahí tenía la respuesta: Merlín era un niño de ojos muy
grandes, de un azul oscuro que recordaba al cielo cuando anochecía, y el pelo
ligeramente rizado y negro, aún más oscuro que el de Mordred.
El rey había perdido la capacidad de hablar,
incrédulo ante lo que había visto. Estaba buscando la forma de reaccionar,
planteándose cuál era el siguiente paso, cuando los dos niños retomaron su
pelea previa, como si nada hubiera pasado. Como si no les hubieran lanzado un
hechizo que les robara de un plumazo varios años de su vida.
Por alguna razón, Arturo, que antes se había
limitado a observar como dos magos luchaban entre sí, sintió entonces cierta
aprensión, temiendo por la salud de alguno de ellos, en especial la de Merlín.
Le parecía antinatural que dos niños pelearan de esa manera. Él sabía que no
eran lo que aparentaban en ese momento, pero aun así se quedó sin respiración
cuando Merlín usó su magia para empotrar a Mordred contra un árbol. El chico
tardó en levantarse, y lo hizo con evidentes gestos de dolor. Y Arturo supo que
no importaba lo que Mordred hubiera hecho: no soportaba ver sufrir a un niño.
- ¡Deteneos! – gritó.
Sucedió entonces algo muy curioso. Merlín se
giró, y al verle abrió mucho los ojos, asustado. Se tiró al suelo, hincando una
rodilla.
- El rey de Camelot…- dijo, asombrado. Luego
miró a Mordred, que miraba a Arturo también, pero casi con desafío, sin echarse
al suelo ni inclinar la cabeza. - ¡Mordred, arrodíllate, idiota! ¿Es que
quieres que te pongan en el cepo?
Mordred pareció ignorar a Merlín. Miró
directamente a los ojos de Arturo, y éste se sintió sondeado por los ojos del
niño, como si quisiera llegar directamente a su alma. Lentamente, el niño se
dejó caer, hasta arrodillarse, pero de una forma más elegante, más orgullosa
que la de Merlín.
Arturo no sabía qué hacer, pero le pareció
curioso que se arrodillaran ante él. Merlín de adulto nunca lo había hecho.
Apenas se inclinaba aun cuando el protocolo exigía que lo hiciera. Eso, lejos
de exasperar a Arturo, era lo que más le gustaba de él. Verle ahí, en el suelo,
con su nuevo aspecto….Era como si ese niño no le conociera. Como si supiera que
él era el rey, pero hubiera olvidado que además era su amigo.
- Levantaos - ordenó. Si sonaba seco era por
la impresión, y no porque lo pretendiera. Merlín se puso de pie en el acto.
Mordred tardó un poco más. - ¿Sabéis quién soy yo? – preguntó, para esta
seguro.
- Claro, sire. Sois Arturo Pendragon, rey de
Camelot. – respondió Merlín.
- ¿Sólo eso? – insistió Arturo. Merlín
pareció dudar, algo asustado.
- Ignoro si tenéis algún título más. –
respondió con miedo, como si esperara represalias por no saberlo. Arturo
sacudió la cabeza.
- ¿No recuerdas lo que ha pasado?
- ¿Lo que ha pasado? – preguntó Merlín. En
ese momento parecía descolocado. – Sire, yo... Estaba peleando con mi hermano,
y entonces vos…
¿Hermano? Arturo abrió mucho los ojos.
¿Merlín creía que Mordred era su hermano? El rey volvió sus ojos hacia el otro
niño, que le miraba impasible, inmutable. Casi como si fuera una estatua.
- Merlín ¿no te das cuenta? – dijo Mordred –
Nos ha visto usar la magia.
El rostro de Merlín se volvió el mismo
reflejo del horror. Se llevó las manos a la boca, en un gesto que tenía algo de
gracioso e infantil y parecía casi a punto de llorar. Como si le pudiera leer
el pensamiento, Arturo adivinó que iba a echar a correr. Y eso hizo.
Sin pararse a pensar en que aún estaba débil
por las heridas que habría sufrido (las heridas que le había hecho Mordred,
dicho sea de paso) salió corriendo detrás de él. Por suerte para él sus piernas
eran entonces mucho más largas que las del cuerpo aniñado de Merlín, así que le
dio alcance, y le agarró por la ropa. Y, como era la ropa desgastada de un
sirviente, se rasgó. Eso asustó aún más a Merlín, que se encogió sobre sí mismo
como si estuviera esperando que Arturo desenvainara su espada y le cortase en
dos ahí mismo. No suplicó por su vida. Merlín siempre había sido valiente, esa
era otra cosa que a Arturo le gustaba de él. En ese momento daba mucha ternura,
temblando, asustado por pensar que Arturo iba a matarle.
- Ya sé que eres un mago – le dijo para
tranquilizarle – Ya lo sabía, Merlín.
- ¿Me conocíais, mi señor? – quiso saber el
niño, desconcertado.
- Algo así – respondió Arturo. A esas alturas
ya se había dado cuenta de que el niño no recordaba su anterior vida. No
recordaba los años que había estado sirviendo a Arturo ni la amistad que había
crecido entre ellos. Para él era sólo su rey. Un rey que no tenía muy buena
relación con la hechicería.
- ¿Cómo puede ser? Si yo… yo no soy nadie. Un
campesino de Ealdor…Mi hermano y yo a...acabamos de llegar.
- ¿Eso es lo que recuerdas? ¿Piensas que
Mordred y tú habéis estado viviendo con tu madre hasta ahora?
- ¿Madre? Mi señor, mi hermano y yo somos
huérfanos.
Arturo asimiló está información, empezando a
armar el puzzle. Merlín y Mordred se habían transformado en dos niños. No
recordaban nada de su vida pasada, y pensaban que eran huérfanos, y hermanos.
Estaban solos. ¿Qué podía hacer? Se sentía inclinado a cuidar de Merlín. Era o
había sido su amigo. Su amistad se había debilitado al enterarse de que era
mago, pero siendo sinceros él ya le había perdonado por eso. Jamás le dejaría
tirado. Pero…¿y Mordred? A él también le había guardado lealtad eterna, pero no
había sido correspondido. Mordred era un traidor, habría hecho mucho daño y
había intentado matarle…. Y sin embargo en ese momento era sólo un niño. Un
niño que no recordaba haber hecho nada de eso. ¿Realmente era capaz de tomar
represalias contra él? Arturo se conocía, y sabía que no. Pero de ahí a
ocuparse de él había un paso. Podía intentar ayudar a Merlín, buscar una
solución…pero en lo que a él respectaba sería mejor si Mordred se iba bien
lejos, como un niño indefenso que no pudiera hacer daño a nadie.
- ¿Cuántos años tenéis? – preguntó al final.
- Siete años – respondió Merlín, y Arturo
puso una mueca. ¿Cómo iba a dejar a un niño de siete años desmemoriado y sólo y
después ser capaz de mirar a los ojos a su pueblo, al que había jurado
defender? ¿Acaso ese niño no formaba parte de esa gente por la que tenía que
darlo todo?
Se quedó pensando en lo que podía hacer.
¿Llevarlos a Camelot? ¿Buscar un mago que invirtiera la situación? ¿Podría
invertirse? Arturo se puso en lo peor. Si no pudiera remediarse, ¿qué sería de
esos niños? Tenían magia, así que no iba a ver mucha gente a la que pudiera
encargarles su cuidado. Unos tendrían miedo, y otros querrían usarlos para
conseguir poder. Además, a menos a Merlín, no podía dejarle en manos de
cualquiera. Se sentía responsable de él.
…Podía llevarlos al castillo. Podían
convertirse en sus protegidos. Era algo descabellado, de acuerdo, ni siquiera
eran nobles, pero…se había hecho antes. Su propio padre había tenido una
protegida: Morgana. Alguien que vive en el castillo sin ser parte de la familia
real, pero que goza de ciertos privilegios, mientras no pierda el favor del
rey. Daba igual que fueran magos: pensaba abolir la prohibición de la magia en
cuanto estuviera de nuevo en el trono. Había entendido que la magia no era
mala, sino que dependía del mago. Su palabra era ley así que se ocuparía de que
todo el mundo lo viera como él.
Aún estaba meditando esto cuando el bultito
que tenía agarrado se estremeció.
- ¿Qué me vais a hacer? – preguntó Merlín,
con un hilo de voz. Parecía tan desvalido… tan indefenso… tan asustado…Arturo
escuchó entonces un sonido muy particular: el de un estómago hambriento.
- Darte de comer – respondió, divertido, al
entender que lo que había oído eran las tripas del pequeño. Giró la cabeza y
sus ojos se posaron en el caldero que hervía junto al fuego la comida que
Merlín había dejado preparada para cuando él despertara.
Los dos niños, el que tenía agarrado y el que
no, le miraron con sorpresa. Evidentemente no esperaban esa respuesta. Sin
embargo, algo en sus ojos de iluminó al escuchar la palabra "comer".
Mordred había estado horas combatiendo y más horas inconsciente. Podría hacer
más de un día que no comía. Y Merlín no había probado bocado mientras cuidaba
de Arturo. Así que "comer" sonaba como un buen plan para ellos.
Merlín, que segundos antes temía por su vida,
salió corriendo hacia el puchero hirviendo como si fuera lo más maravilloso del
mundo, y Mordred le siguió con el mismo entusiasmo. Arturo les observó con una
sonrisa, aunque se fijó en que Mordred aún parecía débil, y en que tenía una
herida en la cabeza, seguramente fruto del golpe que Merlín le había dado
contra un árbol.
- Mordred– le llamó, y observó la herida. En
Camelot, le pediría a Gaius que la examinara. Entonces se acordó. ¡Gaius! ¡Qué
tonto! No tendría que preocuparse por los niños Gaius se ocuparía de ellos.
Problema solucionado. Merlín era como un hijo para él y Mordred…seguro que si
se lo pedía se encargaría de Mordred también, o buscaría una solución. Incluso
puede que el viejo galeno supiera como volverles a su antiguo ser. Asunto
arreglado.
Claro que, para eso, los chicos tenían que
llegar a Camelot de una pieza: Mordred y Merlín tuvieron una pequeña pelea por
ver quién se servía primero. Merlín amenazaba a su supuesto hermano con un
cazo, y Arturo e detuvo antes de que le golpeara.
- Nada de peleas. – dijo, y se sorprendió por
el tono autoritario que le salió. No era como su habitual tono regio para dar
órdenes. Era algo más…paternal. – Mordred está herido, Merlín. No puedes pegarle.
- Sí, Majestad – respondió el niño, algo
temeroso, como si volviera a ser consciente de que estaba ante un hombre que
podía acabar con su vida en un santiamén.
Arturo les sirvió un poco de…de…de lo que sea
que Merlín hubiera cocinado. Fuera lo que fuera, olía bien. Aunque se metiera
con sus dotes culinarias, lo cierto es que Merlín hacía un buen guiso de
cualquier cosa. Arturo decidió que no tenía hambre, pero casi cambió de idea al
ver el apetito con el que comían los dos muchachos. Les observó comer, mientras
él pensaba.
Se había preocupado por la herida de Mordred.
No lo había hecho por cortesía, ni por que fuera grave. Sabía que no era
importante, y aun así le había preocupado ver sangre en la cabeza del niño…como
si éste le importara. Como si hubieran vuelto a la época en la que Arturo daría
su vida por él. Fue una sensación extraña, pero nada desagradable. Tal vez
aquella era la segunda oportunidad de Mordred. Una nueva oportunidad para
crecer de otra manera, sin tanto odio acumulado, y convertirse en otro tipo de
persona.
En estas reflexiones estaba, cuando escuchó
el inconfundible sonido de un caballo al galope. El resonar de los cascos
contra el suelo se fue mitigando, seguramente porque el recién llegado había
reparado en la hoguera. Segundos después Arturo vislumbraba a un soldado de
Camelot, que se adentraba en el claro en el cual ellos descansaban. El soldado
bajó del caballo, miró a Arturo con alivio, y a la vez con extrañeza al verle
en compañía de dos niños, y luego se inclinó ante él.
- Mi señor, qué alegría encontraros. Pensamos
que…Creímos que tal vez no lo habríais conseguido. Después de que la batalla
terminara, nadie pudo encontraros.
- Estaba herido. Mer…Alguien curó mis heridas
– dijo, omitiendo por instinto el nombre de su amigo.- ¿Qué nuevas traes de
Camelot?
- Mi señor, me temo que no son buenas
noticias. La ciudadela ha sido atacada. Un grupo de enemigos escapó de la
batalla y atacó el castillo. Los hombres luchan por defenderlo, pero la mayoría
están aún en el campo de batalla, y los que no están heridos, o muy cansados.
Arturo se horrorizó. Camelot. La ciudadela.
El castillo. Gwen…
- ¿Y la reina? – exigió saber - ¿La reina
está bien?
- Mi señor yo…no lo sé. Cuando me fui, ella
estaba en el salón del trono, protegida por una docena de hombres, por si
alguien lograba traspasar las puertas.
- Dame tu caballo – ordenó, y el hombre
indicó con un gesto que era suyo. Como si fuera posible darle otra respuesta a
tu rey. Arturo se montó sobre el animal, y le espoleó para que echara andar.
Antes de irse, sin embargo, recordó algo: - Ocúpate de esos niños. Regresa con
ellos a Camelot, cuando sea seguro.
El soldado asintió, y le dedicó otra
inclinación respetuosa. Arturo desapareció entre los árboles, obligando al
caballo a ir a gran velocidad. Tenía que regresar a Camelot. Tenía que
protegerlo. Tenía que proteger a Gwen.
Según se acercaba a la ciudadela del reino,
se sentía como si galopara rumbo a una pesadilla. Enormes columnas de humo
negro eran el indicio de algún fuego y el símbolo de la destrucción a la que
estaban sometiendo a su hogar. A su reino. Avanzó por las calles de la ciudad,
desiertas ya porque la batalla había terminado. Entró en el castillo y ni
siquiera le dieron el alto, señal de lo mal que estaban las cosas. Casi sin
esperar a que el caballo se detuviera en la plaza, descabalgó y subió las
escaleras de la puerta principal el castillo.
- ¡Gwen! – gritó, pese a saber que no le
oiría, que estaba demasiado lejos, en otra planta de la enorme construcción.
Pero Arturo, que nunca tenía miedo, era presa en ese momento de un pánico
terrible. Sobre él se cernía el temor de que Gwenivere hubiera resultado
herida.
Subió la escalinata de dos en dos, y se
dirigió a la sala del trono, sin que nadie se interpusiera en su camino. A su
paso sólo había visto cadáveres y para él fue como un mal augurio. Cuando entró
en la Sala del Trono, los doce hombres que protegían a su esposa habían caído,
y yacían en el suelo, distribuidos sin ningún orden pero con mortal armonía.
Arturo apenas les dedicó una mirada de dolor, porque en el centro de la sala,
estaba ella.
Parecía dormida. Tan hermosa. Tan pacífica.
Parecía que iba a despertar en cualquier momento. Y sin embargo, él sabía que
no. Corrió hacia ella y la tomó de la mano. Sentada en el trono que la
correspondía como Reina de Camelot, Gwen descansaba…para siempre. Arturo besó
entre lágrimas la mano que estaba estrechando, y se negó a creer que hubiera
muerto.
- Aguanta, mi amor. Gaius te curara. Él…él lo
hará…- balbuceó, y miró a la puerta, como si esperaba verlo aparecer. ¿Por qué
no estaba Gaius ahí?
Fue a buscar al anciano, a los aposentos que
él y Merlín compartían. Pero allí sólo encontró muerte. Gaius estaba cuidando a
un herido cuando le mataron y agarraba aún una medicina en la mano. Arturo se
la quitó, y le cerró los ojos, con afecto.
- Adiós, viejo amigo – susurró.
Se quedó unos segundos ahí, asimilando el
repentino cambio en su vida. Acababa de convertirse en un rey viudo, como su
padre. Pero no podía permitirse volverse como Uther. Él no podía dejar que el
odio y el dolor le consumieran. Había gente que aún le necesitaba.
¿Pero dónde estaban? ¿Dónde estaban sus
caballeros? Alguno había tenido que sobrevivir. Bastantes, porque en realidad
no había tantos cadáveres. Tenía que encontrarles, y luego matarles por haber
abandonado a su reina. Creía saber dónde podían estar. Un refugio en los
bosques, unas cuevas en las que ya habían estado en otras situaciones de
peligro.
… ¿A eso había quedado reducido Camelot? ¿A
caballeros que se escondían?
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Resultó que sus caballeros no estaban
escondidos, sino que le estaban buscando. Le daban por muerto, y parecieron
felices de hallarle con vida. A menos, alguno de sus viejos amigos habían
sobrevivido. Sir Lion y Sir Percival estaban bien. Gwaine no lo había
conseguido. Elyan tampoco.
Eran muchas las muertes que tenía que llorar,
y la que más pesaba era la de Gwen. El joven rey se sumió en el silencio y la
tristeza, y se limitaba a dar órdenes secas para la reparación de la ciudad.
Nadie en su sano juicio se atrevería a molestarle aquél día. Nadie excepto un
joven soldado, que había tenido un día muy extraño junto al cargo de dos niños
más extraños todavía. Al caer la noche se hizo anunciar, y cuando le dijeron
que no podía pasar, lo hizo de igual forma.
- ¿Qué es esto? – preguntó Arturo, con
indignación cuando se vio molestado - ¿Quién osa…?
- Majestad, ruego que me disculpéis, pero me
pedisteis que trajera a los dos muchachos del bosque a Camelot.
- Ah, sí – dijo Arturo. Casi se había
olvidado de Mordred y de Merlín. Casi, porque echaba de menos al Merlín adulto.
Al amigo al que podía decirle todo. Al amigo que le habría consolado por la
muerte de Gwen. - ¿Y bien? ¿Los habéis perdido?
- No, Majestad. Están en las cocinas. ¿Ordeno
que se les asigne un aposento?
- Sí. – respondió. Luego pensó en la pelea
que habría presenciado entre ellos y añadió – Uno a cada uno.
- Como ordenéis, sire.
- Ahora retírate.
- Majestad hay… hay algo más – insistió el
soldado, algo temeroso.
- ¿Bien? – apremió Arturo, viendo que se
quedaba callado.
- ¿Quiénes son?
Arturo entendió que la pregunta iba más allá
de la mera curiosidad. Era importante saber si eran hijo de nobles, aunque por
sus ropas no lo parecían.
- Son los nuevos protegidos del rey, basta
con que todos sepan eso – sentenció – Pero, si alguien te pregunta, di que se
llaman Mordred y Merlín. Y que no quiero preguntas al respecto.
El soldado inclinó la cabeza, se despidió, y
se marchó. Se quedó pensando en los dos niños. Alguien les reconocería. Sir
Lion notaría el parecido, y los nombres serían una gran pista. Algún día
tendría que dar explicaciones. Pero no aquél. Ese día estaba de luto, y no
quería saber nada de nadie.
Los días pasaron, y él no fue a hablar con
Merlín y Mordred. Los pobres chicos sólo sabían que el rey les había nombrado
sus protegidos, y que ahora debían de vivir en el castillo. No se creían su
propia suerte, pero no entendían nada. Algunos sirvientes se ocupaban de
atenderlos, y un hombre en particular parecía ser aquél a quien debían
obedecer. Les daba órdenes, y les enseñaba lo que él llamaba "buenos
modales", ya que eran un par de "chiquillos mugrosos que no sabían
comportarse en la corte". Se hacía llamar Ogo, y lo cierto es que a los
chicos no les caía especialmente bien, pero le hacían caso. Cuando llevaban una
semana allí, sin embargo, Merlín se preguntaba por qué eran los protegidos de
un rey que ni verles quería. Aunque disfrutaba de las comodidades de su nueva
cama, a él todo eso le daba igual. Le daba igual ser tratado como un príncipe
que como un plebeyo. Él lo que no quería era estar sólo. Pero allí, cuantos más
sirvientes le rodeaban, más sólo se sentía. Ni siquiera podía contar con
Mordred. Él siempre había ido por libre. El casi disfrutaba de ser un cero a la
izquierda. Un cero a la izquierda con comida, buena ropa, y una buena cama.
Para Mordred, todo era perfecto, o esa sensación le daba a Merlín, que empezaba
a pensar que a lo mejor Arturo no les quería ver por ser magos. Quizás fuera eso.
Por alguna razón, el rey le había caído bien. Mejor que bien. Sentía como si le
conociera. Como si pudiera confiar en él. Como… si le quisiera. Pero el rey
seguía sin querer verles…
…El rey no quería ver a nadie. Atendía sus
obligaciones reales, y nada más. Casi ni se atendía a sí mismo. A veces se
quedaba con la mirada perdida, recordando a Gwen, sabiendo que ya no
volvería…Había pasado una semana, y el dolor no se hacía más pequeño, sino más
intenso, más real… Asistía a las reuniones del Consejo sin entender realmente
lo que allí se decía, sin ser capaz de prestar atención. Le invadía una
sensación horrible: la certeza de que ahora estaba sólo. Sin madre, sin padre,
sin Gwen, sin Merlín…
-… el asunto del joven Merlín… - dijo una de
las voces del Consejo. Eso hizo que Arturo empezara a prestar atención, al ver
la conexión entre sus pensamientos y las palabras de aquellos hombres. Pronto
se dio cuenta, sin embargo, de que no hablaban de su amigo, sino de su versión
en miniatura.
- ¿Qué pasa con él?
- Lleva dos días sin querer comer.
- ¿Está enfermo?
- Creemos que no.
- Entonces ya comerá. – respondió Aturo, con
desgana. Volvió a sumirse en su dolor, y a revolcarse en él.
Ni siquiera quería entrenar, ni ver a Lion, o
a Percival. Había visitado a Lion una vez, porque estaba herido, pero no había
vuelto a verle. No estaba de ánimo para sus amigos, ni para enfrentarse a las
inevitables preguntas sobre quiénes eran esos niños, y por qué se llamaban como
Mordred y Merlín.
Aquella noche sonaron las alarmas. Arturo se
puso alerta de inmediato. ¿Alguien atacaba? Preguntó a los guardias de su
puerta, que corrieron a informarse. No, nadie atacaba: algún habitante del
castillo no estaba en su cama y se temía por un secuestro. Arturo se encerró en
sus aposentos, y decidió que le daba igual.
Tal vez, si hubiera seguido preguntando, se
hubiera enterado de que el desaparecido era Merlín. Tal vez, de haber estado
más atento aquellos días, se habría dado cuenta de que el niño estaba sufriendo
por ser invisible para él, y había decidido escaparse. Por suerte, no es tan
fácil desaparecer, si eres un niño asustado y no quieres usar tu magia para que
no te descubran. Así que no tardaron mucho en dar con él, y le volvieron a
llevar a sus aposentos, encerrándole ahí para que no pudiera salir.
El rey recibió una visita a altas horas de la
noche. Era Ogo, el hombre al que había encargado el cuidado y educación de sus
dos pequeños huéspedes.
- Majestad – saludó el hombre, con una
inclinación.
- ¿Qué ocurre?
- ¿No habéis oído las campanas, mi señor?
- Las he oído. ¿A quién se han llevado?
- No se han llevado a nadie, sire. El niño
Merlín se escapó.
Eso captó ligeramente el interés de Arturo.
Más que ligeramente. Sintió algo de ansiedad.
- ¿Le habéis encontrado?
- Sí, Majestad.
Arturo suspiró. Entonces, ya estaba.
- Podéis retiraros.
- Me temo que no, Majestad. Cuando me
encargasteis a los muchachos, les informé de lo que podían y no podían hacer.
Merlín sabía que no debía salir sólo, sin que nadie lo sepa, y en la noche. Ha
desobedecido mi orden, y así, indirectamente, la vuestra.
- ¿Y? – peguntó Arturo, sin entender a dónde
quería llegar aquél hombre. Ogo le miró desconcertado.
- Pues… que… que no puede hacer eso…
- Eres tú al que he encargado su cuidado.
Ocúpate de que no se repita.
- Si, sire. – respondió el hombre, hizo una
reverencia, y se fue.
Arturo se quedó pensando en la conversación.
Sabía lo que sucedería a continuación: Merlín sería castigado. El rey creía
saber cómo. Probablemente le propinarían unos azotes con una vara. No estaba
seguro, no obstante, porque cuando él era niño, era príncipe. Tenía sangre
real, así que no podían tocarle. Su padre prefería encerrarle en las mazmorras
durante una noche, pensando que eso le daría miedo. Y Morgana, la protegida del
rey, no tenía sangre rea, pero era mujer. Merlín en cambio no era ni lo uno ni
lo otro, así que…
Al día siguiente bajó a desayunar con Mordred
y Merlín. Normalmente hacía que le subieran la comida a los aposentos, nada más
despertarle, pero desde que Merlín no era su sirviente aquello perdía su
atractivo. Además, esa mañana tenía el objetivo secreto de hablar con Merlín.
Fingir que no sabía lo que había pasado, y sondearle un poco. El chico era
fuerte: seguramente no se quejaría por haber sido castigado y no querría hablar
del tema. Él intentaría averiguar por qué se había escapado, y asunto
arreglado.
…Nada más lejos de la realidad. Cuando llegó
al comedor, sólo estaba Mordred.
- ¿Y Merlín? – preguntó, a un sirviente.
- No ha querido bajar, Majestad.
Arturo frunció el ceño. Recordaba haber
escuchado que el niño llevaba días sin comer, y eso no era bueno. Decidió subir
a hablar con él. Hizo que prepararan una bandeja y la subió él mismo.
Cuando llegó al aposento en el que habían
colocado a Merlín, los guardias de la puerta le dedicaron una reverencia y se
apartaron. Él entró, y se sorprendió de lo que vio. Merlín estaba tumbado de
lado en la cama, con evidentes signos de haber llorado. Arturo dejó la bandeja
en la mesa y dio media vuelta. Él no sabía qué hacer con las lágrimas ajenas.
La gente que lloraba le bloqueaba. No sabía qué decir. Le hacía sentir
incómodo.
Sin embargo, nada más llegar al umbral de la
puerta, escuchó un sollozo. Y algo le impidió seguir avanzando. Algo que tiraba
de su pecho, en dirección a esa cama donde ese niño estaba llorando. Nunca
había visto llorar a Merlín. Bueno, sí, pero no. Le había visto con lágrimas en
los ojos, y una vez se había burlado de él por eso, pero Merlín, al igual que
él, trataba de esconder cuando lloraba. En cualquier caso, nunca le había visto
sollozar, abrazándose a sí mismo con las rodillas en el pecho como en aquél
momento. ¿La gente llorosa parecía siempre tan vulnerable, o Merlín lo parecía
más por ser un niño en aquél momento?
- Ningún hombre merece tus lágrimas – empezó,
con torpeza. Eso mismo le había dicho en una ocasión, cuando le vio llorar por
la muerte de un hombre que era Señor de Dragones. Arturo nunca supo que ese
hombre era el padre de Merlín.
Merlín ni siquiera le respondió. El motivo de
su llanto era bien diferente.
- No llores – insistió Arturo.
"¿Qué le digo para que deje de
llorar?"
Se acercó muy despacio, y sentó junto a él en
la cama. Lentamente, con movimientos poco fluidos, hizo que Merlín se apoyara
en él. Algo le dijo que había hecho bien. Que esa era una buena forma de
consuelo.
Arturo se sentía frustrado. Cuando notaba que
alguno de sus caballeros estaba desanimado, le daba un puñetazo amistoso en el
hombro, y así se entendían. Era una forma basta y torpe de consuelo…. La forma
a la que Arturo estaba acostumbrado. Pero eso no le había servido nunca con
Merlín, e iba a servirle mucho menos con aquella versión infantil y desvalida.
- ¿Por qué lloras?
Merlín no respondió, pero Arturo notó que se
avergonzaba.
- ¿Te han castigado por lo que has hecho esta
noche?
Merlín asintió, algo preocupado porque Arturo
quisiera castigarle también.
- ¿Y te duele? – siguió preguntando Arturo.
Así podría saber si había acertado en el método que había intuido que usarían
para castigarle. Como toda respuesta, Merlín sollozó con más ganas, y se abrazó
a él.
Arturo se sorprendió un poco por ese abrazo,
pero le correspondió. Acaricio el brazo de ese pequeño bulto que temblaba sobre
él. Parecía tan pequeño en sus brazos. ERA tan pequeño…
- ¿Te han pegado, verdad? Ogo te ha pegado.
- Ogo no – respondió Merlín, entre llantos. –
Ha sido esa cosa – respondió, y señaló un objeto que descansaba en la repisa de
una enorme chimenea. Arturo miró con atención, porque el objeto era fino y al
principio no lo vio. Luego reparó en que efectivamente se trataba de una vara.
Le hizo gracia la forma de expresarse de Merlín, como si el culpable fuera el
objeto y no la persona que lo empuñaba.
- No debiste escaparte – le reprendió. – Fue
peligroso y sabías que no puedes salir del castillo sin escolta. Ahora eres el
protegido del rey.
- ¿Por qué? – preguntó Merlín, y en su voz
había dolor…y rencor - ¿Por qué lo soy? Nadie me lo dice. Nadie habla conmigo.
Tú no hablas conmigo. No me has venido a ver ni me dejaban verte. Si ser el
protegido del rey significa estar sólo no quiero serlo.
Arturo pensó en la ironía: él se sentía sólo.
Merlín se sentía sólo. Normalmente era Merlín quien le hacía sentir acompañado,
y parecía que ahora era él quien tenía que hacer que Merlín se sintiera así. Se
complementaban. Fuera niño o fuera adulto Merlín le completaba. En algún
momento se había olvidado de eso, y los dos habían sufrido las consecuencias.
- No te importo. Y es normal. ¿Por qué habría
de importarte? Aun no sé por qué me has traído a tu castillo. Pero si yo a ti
te doy igual, entonces ¿qué más te da que me quede o que me vaya?
¡Eso dolía!
… Vale…¿por qué dolía?
Bueno, es que no era cierto.
- Sí me importas – protestó Arturo, y se
asombró de lo natural que le había salido. Normalmente el costaba mucho más
confesar sus sentimientos.
- ¿De verdad?
- ¿Por qué otro motivo estaría aquí,
preocupado por que lleves días sin comer?
Merlín se separó un poco de él, y le regaló
una sonrisa. Esa era la sonrisa que él recordaba, sólo que con un toque
infantil que la hacía adorable. Viéndole más animado, e incómodo por la
intensidad del momento, Arturo se levantó y caminó hacia la mesa donde había
dejado la bandeja.
- Tienes que comer – dijo, y Merlín asintió.
Se puso de pie, y al hacerlo puso una mueca de dolor. Arturo frunció el ceño.
Ogo se había pasado. Se quedó con él mientras desayunaba, y luego se fue,
encargando a un sirviente que recogiera la bandeja.
Se cruzó con el hombre al que quería buscar.
- Ogo.
- ¿Majestad?
- ¿Cuántos? – preguntó, furioso. - ¿Cuántos
le diste?
Ogo pareció entender la pregunta.
- Quince.
¡Quince varazos a un niño de siete años!
Arturo sintió que la rabia le invadía. Se le ocurrían un par de cosas que
decirle al hombre al que tenía enfrente, pero sus modales se correspondían con
sus estatus y no sabía usar un lenguaje inapropiado. – A partir de ahora me
encargaré yo – dijo, aun con rabia en la voz.
- ¿Majestad?
- Yo disciplinaré al muchacho. A los dos. ¿He
sido claro?
Ogo asintió. Iba a retirarse, consciente de
que en esos momentos su señor no le quería en su campo de visión, pero ates de
irse, dijo:
- Me alegra veros… más animado. – dijo.
Y a Arturo le sonó a "me alegra veros
más involucrado". Tuvo la intuición de que ese hombre había sido en exceso
duro con Merlín para hacerle reaccionar. Y no le gustó que el hombre usara el
dolor del niño como experimento. Merlín había llorado toda la noche y Arturo
supo en ese momento dos cosas:
1) Haría lo que fuera por no volver a verle
sufrir así.
2) Esos niños le importaban. Ambos. Así que
era hora de que empezara a demostrarlo.
Me encanta este programa, aunque nunca me los imagine por aqui y en esta versión tan diminuta. me encanto que le cambiaras el final, aunque lo de matar a la reina no tanta :( pero bueno le da otro sabor a la historia.
ResponderBorrarMary
Que hermosos niños :D
ResponderBorrarWooowww que historia tan más interesante!!!
ResponderBorrarMe encanto!!
Pero grrrr 15 varazos a un niño de 7 años es mucho!!!
A mi novio Arturo se tiene que poner las pilas rápido!!!