CAPÍTULO 20: EL BUEN USO DE LA MAGIA
Arturo decidió que debía ir a tranquilizar al
niño. Él nunca había sufrido una ceguera repentina, pero sí había sido víctima
de otros efectos mágicos, y sabía que era una experiencia desagradable. Aunque
Mordred estuviera acostumbrado a la magia, seguramente no lo estaba tanto a que
la usaran contra él.
Además, le debía una conversación al respecto
de lo que había escuchado a escondidas. Aún no había tomado una determinación
sobre la cuestión de arrebatar la magia a los dos niños, pero Aronit había
insistido en que no era ni conveniente ni posible, así que Mordred no tenía de
qué preocuparse por el momento.
Fue en busca de Mordred suponiendo que estaría en sus aposentos, pero
cuando entró los encontró vacíos. Deambuló por el castillo buscando cualquier
rastro del niño, hasta que finalmente lo halló en los jardines que servían como
campo de entrenamiento. Arturo decidió observar antes de manifestar su
presencia, y así pudo ver como el niño arremetía contra los postes sin mover un
solo dedo. Arturo presenció cómo la madera estallaba en mil pedazos, como
respondiendo a la voluntad del pequeño, sin que hubiera palabras o gestos de
por medio. Era como si tuviera un don… un don destructivo. Eso no hacía más que
confirmar su idea de que era mejor si los niños se desprendían de su magia.
Tanto ellos como las personas a su alrededor estarían más seguras…
Se dispuso a interrumpir en aquél momento, pero entonces fue testigo de
cómo los postes dañados se recomponían. Con el mismo silencioso proceder,
Mordred estaba reparando los objetos que había destruido.
“La magia no es ni buena ni mala.
Todo depende de cómo se use” se
recordó Arturo.
Pensó que ya había espiado bastante, así que se acercó más al niño y
llamó su atención con un gesto. Mordred le miró con resentimiento y no hizo
nada por caminar hacia él. Arturo frunció el ceño, pero pensó que era normal
que estuviera un poco enfadado. Optó por ceder un poco, y salvó en pocos pasos
la distancia que les separaba.
-
¿Cómo te encuentras? – preguntó – No dejaré que
Aronit haga eso de nuevo – le tranquilizó.
-
¿Y cómo se lo impediréis? ¿Le quitaréis los poderes
también? No se pueden quitar los poderes de un druida, pero creo que los reyes
de Camelot suelen solucionar el problema quemándoles en una hoguera.
Arturo parpadeó, con cierta confusión. Aunque no había pasado mucho
tiempo, la actitud de Mordred en ese momento estaba a años luz que la de sus
primeros días. Arturo asoció su incipiente rebeldía al hecho de que empezaba a
sentirse cómodo en aquél castillo, y eso le agradó, aunque no estuviera
dispuesto a permitir ese tono en sus respuestas.
-
Si son druidas pequeños y respondones como tú, lo
solucionamos de otra manera – replicó. Mordred abrió mucho los ojos, tal vez
por lo cortante de la respuesta, o quizá porque era la primera vez que Arturo
se refería a él como “druida”. ¿Recordaba el niño que era uno de ellos, o no
sabía de dónde venía su magia?
El niño apretó los puños y los mofletes, y todo lo que Arturo pudo
pensar es que se veía muy gracioso con aquella expresión infantil e indignada.
Era algo que había esperado ver antes en Merlín que en el frío y normalmente
inalterable Mordred.
-
Nadie en Camelot volverá a lastimar a un mago
inocente – continuó Arturo, para aplacar al pequeño. – Pero Aronit tiene que
obedecerme si le doy una orden. Por eso no lo repetirá. Así como espero que tú
no repitas ese comportamiento impropio de un príncipe.
Arturo le miró fijamente para conseguir la atención del niño, y esperó
de su parte alguna clase de respuesta, pero Mordred se quedó en silencio,
desafiándole con la mirada.
-
¿Has comprendido, Mordred? – inquirió, serio y
ligeramente amenazante. Seguía siendo su rey, además de su padre, y por ello le
tenía que mostrar cierto respeto.
-
Sí, sire. – gruñó el niño. Arturó consideró esa
respuesta verbal como una pequeña victoria.
-
De acuerdo entonces. Ahora regresa al castillo. Hay
algo que quiero hablar contigo y con Merlín.
Mordred caminó con cierta altivez. Arturo pensó que demostraba
demasiado orgullo para un niño tan pequeño, pero al mismo tiempo consideró que
esa actitud no desentonaba del todo con su condición de príncipe. Prefería eso
a la inseguridad manifiesta en los gestos de Merlín, que dificultaría que los
demás le tomasen en serio en un futuro, cuando tuviera que dar alguna orden.
Reunió a los dos niños en el Salón del Trono, y pidió que les dejaran a
solas. Merlín enseguida quiso ir a sentarse sobre sus piernas, sabedor de que
podía hacerlo cuando estuvieran en privado, y algo intranquilo después de lo
que había presenciado en las dependencias de Aronit. Mordred, en cambio,
permaneció de pie, evitando cualquier contacto. Arturo suspiró.
-
¿Voy a perder mis poderes, padre? – preguntó Merlín,
con la mirada triste y un ligero temblor en el labio. Hablaba de su magia como
si fuera una parte más de su cuerpo, y el hecho de perderla supusiera alguna
especie de mutilación.
-
No, Merlín. Aronit dice que no es posible.
-
¿Pero tú no quieres que tengamos magia? – increpó
Mordred.
Arturo se detuvo unos momentos antes de responder. Meditó las nuevas
ideas que se habían ido asentando en su cabeza desde que conoció el secreto de
Merlín.
-
Lo único que yo quiero es evitaros cualquier daño –
se sinceró. – La magia es algo de lo que no os puedo defender. Puedo parar una
estocada y abatir a cualquiera de vuestros enemigos, pero contra la magia estoy
indefenso. He visto cuán peligrosa puede ser y debo considerar todas las
opciones. Pero no habría traído a Aronit para que os instruya si pensase que la
magia no puede ser también algo bueno.
-
Promete que jamás nos quitarás nuestros poderes –
pidió Mordred.
Arturo recordó algunos hechos del pasado. Recordó como la magia de
Morgana, unida a la de Mordred, casi destruye todo su reino. Recordó la muerte
de su esposa, y de Gaius, por culpa de la ambición de una bruja y del chico que
ahora le miraba suplicante. Sabía que no podía permitir que la magia de Mordred
se volviera oscura, como ya lo fue en una ocasión. Si eso pasaba, él
encontraría la forma de arrebatarle aquellos poderes tan arraigados a él.
-
No puedo prometer eso – dijo Arturo – Pero no debes
preocuparte de ello ahora mismo. Conservarás tus poderes mientras puedas
contro…
-
¡NO DEJARÉ QUE ME LOS QUITES! – le interrumpió
Mordred.
-
Cálmate. No voy a hacerlo, no mientras…
-
¡NUNCA! – siguió gritando el niño, y Arturo vio con
horror como en su mano comenzaba a formarse una bola de energía. Sin pensarlo,
rápidamente, golpeó la mano del niño con un gesto firme aunque no muy fuerte, y
le dio la vuelta.
-
¿Ibas a atacarme? Eso jamás. Nunca usarás la magia
contra mí, Mordred – sentenció, y le dio diez palmadas sobre sus pantalones de
lino. Tenía intención de proseguir, pero el niño consiguió soltarse de su
agarre y se alejó un poco. Le miró con lágrimas en los ojos, y Arturo pudo ver
en ellos el arrepentimiento por haber intentado atacarle.
Le atrajo hacia sí, y le dio un abrazo algo brusco, aunque cargado de
sentimiento.
-
Sé que eres un buen niño – dijo Arturo, y se alegró
de haber llegado a esa conclusión. De haber logrado separar al Mordred que
había conocido del niño que ahora era. – Sé que no usarás tu magia para hacer
daño. Y mientras eso sea así, podrás conservarla.
Mordred pareció llenarse de paz en ese momento y aceptó el lugar que
antes había rechazado, sentado en las piernas del rey.
-
Perdón… - musitó.
-
No pasa nada. Pero hazlo de nuevo y estarás en
serios problemas. Lo mismo va para ti, Merlín.
Merlín puso un puchero, porque él no había hecho nada, y Arturo se lo
quitó de una caricia. Ya había notado que al niño le agradaba mucho que le
tocaran el pelo.
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