CAPÍTULO 10: El arrebato
Estaba acostumbrado a aguantar el escrutinio de la
gente. Los niños pequeños sentían mucha curiosidad al ver que tenía un ojo de
cada color, pero sus miradas, aunque poco sutiles, solían ser limpias e
inocentes, llenas de preguntas. Los más mayores, en cambio, me juzgaban por mis
adornos faciales y a veces me señalaban en el autobús, criticándome en voz
baja. Pero, en realidad, pocas veces causaba rechazo en los demás. Creo que era
una persona simpática y, según me habían dicho, con una sonrisa amigable. Mis
compañeros de clase, incluso los que no eran mis amigos, se sentían cómodos a
mi lado. Por eso se me hicieron tan violentos aquellos segundos de pie junto a
Koran, exhibido como un maniquí en un escaparate. Muchos de los presentes me
detestaban y yo no había tenido ocasión de hacer nada para merecerlo.
En la mesa principal, donde las miradas eran
considerablemente menos agresivas, una mujer que estaba sentada al lado del
único asiento libre, en el centro de la tabla, se levantó.
-
Alteza, por favor, siéntese – ofreció la mujer. Me costó
comprender que se estaba dirigiendo a mí. Me estaba cediendo su asiento, a la
derecha del que debía de pertenecer a Koran.
-
N-no hace falta – balbuceé. – Y no me llame Alteza. Soy
Rocco.
-
El hijo de un príncipe es un príncipe también, hijo mío –
dijo Koran, en un tono solemne.
Esa era una de las cosas que más me
costaba procesar y por eso lo había estado esquivando, pero no me quedaba más
remedio que enfrentarlo en ese momento: ¿yo era de la realeza? ¿Desde cuándo?
“Pues desde hace diecisiete
años y nueve meses, más o menos, idiota” replicó una voz mordaz en mi
cerebro. “Otra cosa es que no lo supieras”.
Más allá de las obviedades, no me
parecía posible. Se me hacía incluso más irreal que la existencia de los
extraterrestres. Pero aún más surrealista era escucharle decir “hijo mío”. De
alguna manera lo hacía verdad: tenía un padre. Uno al que no tenía que odiar,
porque resulta que no me había abandonado. Me sentí como un cachorro, meneando
el rabo durante media hora porque su dueño le hizo una caricia.
-
¿Eres príncipe de todo un planeta? – se me ocurrió preguntar,
mientras la mujer que me había dejado su puesto iba a buscar otra silla. - ¿O
solo de un país?
-
En Okran no hay países – respondió Koran, con una sonrisa. -
Pero todo eso te lo explicará Arkun - añadió, señalando a un hombre sentado en
una esquina de la mesa, con una barba poblada y aspecto de tener sesenta y
muchos años. El hombre me saludó con una leve inclinación de su cabeza. - Será
tu maestro mientras estés aquí.
“Mientras estés aquí” repetí, en mi mente. “Será
tu maestro mientras estés aquí”.
Desperté de la fantasía que, sin
permiso, había empezado a arraigar dentro de mí. Esa en la que conocía a mi
padre, me enseñaba un mundo nuevo y me decía que íbamos a estar juntos para
siempre.
No había dejado de repetirme que
aquello era temporal, estaba allí porque no tenía literalmente ningún otro
sitio al que ir, pero Koran me había hecho pensar que no me había llevado con
él solo por lástima.
“Sí ya, para recuperar el tiempo
perdido, ¿no? ¡Despierta! Ya le has oído: mientras estés aquí. Tal vez solo
está esperando a que cumplas la mayoría de edad ”.
De todas formas, ese no era mi hogar.
No podía dejarme deslumbrar por la tecnología, el espacio o los poderes. No
podía coger y tomarme unas vacaciones de mi vida. Mi vida estaba en la Tierra y
mi madre acababa de morir, y yo era un huérfano que tenía que aceptar lo que
había pasado y dejar de buscar vías de escape.
- ¿Alteza? ¿Se encuentra bien? –
preguntó el hombre que al parecer respondía al nombre de Arkun.
-
Tienes los ojos grises – me informó Koran. - ¿Estás bien? Sé
que es mucho de golpe… Pero necesitaba que todos te vieran para garantizar tu
seguridad. Proclamar públicamente que eres mi hijo es la mejor manera de
mantenerte a salvo, de disuadir…. - se interrumpió. - Aún no sé quiénes de aquí
estarían dispuestos a ayudar a mis padres.
“Pues todos, ¿no lo ves?” pensé, ácidamente.
Sus palabras me hicieron sentir aún
peor. ¿Así que ese era el único motivo por el que había dicho que era su hijo? ¿Para
ponerme un escudo invisible?
-
Ven, sentémonos – continuó Koran. Le seguí por automatismo
hasta ocupar los dos asientos centrales de la mesa. - ¿Sigues sin hambre?
Asentí. Cada vez tenía menos, de
hecho. Y menos ganas de estar allí. Me hubiera encantado poder salir y volver
al cuarto. Claro que, una vez allí, ¿qué haría?
Koran suspiró, pero no me presionó. Escuché
un carraspeo a mi izquierda.
-
No empieces, Arkun – gruño Koran. – Me ocuparé de las
presentaciones oficiales en otro momento. Está muy cansado y yo también.
-
Como deseéis, Alteza.
Durante los segundos siguientes, no
se oyó nada más que el sonido de los cubiertos y las voces de fondo. Todo el
mundo estaba comiendo, excepto Koran y yo. ¿Acaso no iba a comer si yo no lo
hacía?
Por primera vez desde que entramos en
aquella amplia habitación, me fijé en los platos de la gente. Solo había
verdura.
-
¿Sois vegetarianos? – pregunté.
-
Sí, solo comemos verdura – me aclaró Koran.
-
Vaya mierda – resoplé. En verdad era un bajón, me encantaban
las hamburguesas y el pollo empanado, pero si solté aquel improperio no fue por
eso. Sabía la clase de reacción que iba a provocar y lo cierto es que una parte
de mí que iba creciendo por momentos quería molestar a Koran.
-
¡Alteza! – reprendió el tal Arkun. Sin duda, tenía un aire de
maestro. De maestro pelmazo.
-
Rocco – gruñó Koran entre dientes. – Lenguaje.
-
Pero es la verdad, que no comáis carne es una puta mierda –
proseguí, satisfecho por la respuesta obtenida. – Y que comáis todos juntos
como una piara de cerdos en un corral, también, pero bueno, eso ya no me
sorprende tanto, no sé por qué. Cada uno come como lo que es, supongo.
Los integrantes de la mesa se
escandalizaron, pero Koran directamente estaba rabioso. Demasiado rabioso… De
pronto me empecé a preocupar por haberle cabreado en exceso.
-
Me disculpo por los modales de mi hijo – susurró, en apenas
un gruñido. – Debemos retirarnos.
Se levantó bruscamente y me agarró
del brazo para que le imitara. Contra todo sentido de la prudencia, intenté
resistirme, pero él era más fuerte así que me puso de pie y me bajó de la
tarima, arrastrándome hacia la puerta. De nuevo fue el centro de las miradas,
pero esa vez casi todas eran de curiosidad.
Koran me sacó del comedor sin decir
una palabra y avanzó por el pasillo a zancadas, arreglándoselas para seguir
teniendo una pose digna y regia pese a estar llevándome del brazo. Cuando me vi
en el desierto pasillo, me entró el valor para intentar soltarme.
-
¡Déjame!
-
¿Me puedes explicar a qué ha venido eso? ¡No puedes ofender
así a esas personas! ¡No puedes ofender a nadie, pero ya puestos estaría bien
si no empiezas por los oficiales de más alto rango!
Ya había intuido que aquellas
personas eran importantes.
-
¡Si eso les ofendió es que tienen la piel muy fina! –
repliqué.
Los ojos de Koran relampaguearon en
rojo, reflejo de su evidente enfado, pero enseguida volvieron a la normalidad.
Echó a andar de nuevo sin decir nada más y me obligó a acompañarle, hasta que
llegamos a su cubículo. Me di cuenta de que había una plaquita con su nombre a
la izquierda, esa debía ser la forma de distinguir unos de otros desde fuera.
Entramos en el salón que ya conocía y
me soltó en el sofá, para llevarse los dedos al puente de la nariz en lo que
parecía un intento de no asesinarme.
-
En este lugar las jerarquías son importantes y hay una serie
de protocolos que tendrás que aprender. Entiendo que aún no sabes nada de eso y
nadie te lo va a pedir, pero lo que sí te voy a exigir es un mínimo de respeto,
para mí y para los demás miembros de esta nave – me espetó. – Habrá diferencias
culturales con respecto a lo que estás acostumbrado y seré paciente contigo,
pero lo que has hecho hoy es grosero aquí y en cualquier país de tu planeta.
-
Así somos los mestizos: groseros – bufé.
Eso le descolocó por un segundo.
-
Oye… Yo no tengo la culpa de lo que piense un puñado de
ignorantes. Me da igual si eres mitad humano o mitad murciélago, eres mi hijo y
eso es todo lo que me importa.
-
¡Deja de repetir eso! – le gruñí.
-
¿El qué?
-
¡Tu hijo, tu hijo, tu hijo! ¡Se te llena la boca con esas
palabras, pero al final solo soy un accesorio temporal! – exploté.
-
¿Cómo dices?
-
¡Escuché lo que dijiste del hombre ese! ¡Será mi maestro
“mientras esté aquí”! ¿Cuánto será eso? ¿Un mes? ¿Dos? ¿Y después qué?
Koran arrugó la cara como quien huele
algo particularmente asqueroso.
-
¿Por eso te comportaste así? No sé qué entendiste, pero no me
refería a nada de lo que piensas. Dije “mientras estés aquí” porque en algún
momento tendremos que ir a Okran, al planeta propiamente. Aún no sé cuándo será
eso ni en qué condiciones, ni qué haré con mis padres. Pero cuando ocurra,
tendrás otro maestro, Íglino, que fue también mi maestro cuando era joven.
Arkun solo enseña a los niños de la nave. Y no a todos ellos, por supuesto. Son
decenas de miles.
Abrí la boca dispuesto a responder
furiosamente, pero cuando procesé lo que acababa de decir, enmudecí.
Koran suspiró y se sentó a mi lado.
-
Escucha… Sé que adaptarte aquí te costará un poco. No solo al
lugar, sino a mí. Hay tantas cosas que quiero aprender sobre ti… e imagino que
te pasará lo mismo. Pero tenemos todo el tiempo del mundo para hacerlo, porque
no vas a ir a ninguna parte. Te traje aquí para que vivas conmigo.
Mi cachorro interior empezó a menear
el rabo otra vez.
-
Rocco... No espero que lo entiendas, porque eres muy joven y
nunca has estado en una situación similar, pero cuando descubrí que tenía un
hijo, mi corazón empezó a palpitar más rápido. No eres una responsabilidad o un
“accesorio” que he traído porque lo he encontrado por el camino. Eres una
elección que estoy dispuesto a hacer todos los días, cuando me levante cada
mañana. Eres mi hijo y lo serás para siempre.
“Cachorro interior saltando” pensé.
Una sonrisa se adueñó de mi rostro
antes incluso de que yo fuera consciente del movimiento de mis músculos. No
sabía por qué me hacía tanta ilusión saber que Koran me quería allí, pero me la
hacía.
-
Jamás te dejaría solo en un momento como el que estás
viviendo – continuó. – Pero incluso aunque no fuera así, no podría saber que
tengo un hijo y soportar no estar cerca de él. Mientras iba a buscarte esta
noche, con el miedo de no llegar a tiempo, había otra cosa que me aterrorizaba:
la posibilidad de que no quisieras conocerme. O de que…. De que no me dejaran
formar parte de tu vida – musitó y comprendí que se refería a mi madre. Tenía
miedo de que ella no le dejara, pero eso ya era un problema. – Ahora que estás
conmigo, no pienso soltarte – me aseguró y, para enfatizar su declaración, me
dio un abrazo.
Algo tenían los abrazos de ese hombre
que me llenaba de paz y me hacían sentir que todo iba a salir bien. Respiré
hondo y me relajé entre sus brazos, hasta que noté que intentaba separarse. Su
expresión ya no era dulce y cálida, sino seria y firme.
-
Te disculparás con aquellos a los que ofendiste esta noche –
me ordenó.
-
Lo… lo siento. Es que… estaba enfadado y… quería molestarte
y… una de las pocas cosas que sé de ti es que no te gustan las malas palabras.
-
Efectivamente, no me gustan. Y a ti tampoco te gustarán en
cuanto conozcas las consecuencias – me dijo.
Llevó una mano a mi frente. Creo que quería comprobar
que el inhibidor seguía funcionando. Ese gesto fue de lo más elocuente.
-
No… espera… Yo… No fue tan malo. Solo fueron un par de tacos…
No puedes pegarme por eso…
Alzó ligeramente una ceja, un gesto que empezaba a
reconocer como propio de él.
-
A decir verdad, sí puedo.
-
No… Lo siento – repetí, desesperado por hacerle cambiar de
idea. Me deslicé por el sofá para alejarme de él. – Lo siento, fue una
tontería. Tengo una bocaza enorme, mamá siempre lo dice…
-
Hey. Tranquilo – susurró. Sus ojos se pusieron dorados y
entonces me invadió una calma parecida a la que había sentido al estar entre
sus brazos. – No tengas miedo.
Comprendí que estaba usando su don. Estaba proyectando
esa sensación de calma sobre mí. Por lo visto, el inhibidor no impedía que los
demás usaran sus poderes conmigo.
-
Nunca te haré daño, Rocco – me prometió.
-
¿Me vas a pegar? – pregunté, inusitadamente tranquilo ante
esa posibilidad, su pequeño truco funcionando a la perfección.
-
Sí, pero solo será una advertencia esta vez.
-
Si me vas a pegar sí me vas a hacer daño – objeté. De nuevo,
anormalmente relajado, como si estuviéramos teniendo un debate sobre si el
aguacate era una fruta o una verdura.
-
No un daño serio ni permanente. Te dolerá un poco, eso es
cierto.
Mi cerebro sabía que eso era una
señal para resistirme y salir corriendo, pero estaba como aletargado.
-
Me estás hechizando – protesté, débilmente.
-
No es un hechizo. Solo te ayudo a que no estés nervioso. Ven
aquí… - me pidió, extendiendo una mano, para que la agarrara.
Koran no tenía control sobre mi
cuerpo, así que podía decir que no y levantarme y dejarle allí. Pero, ¿a dónde
iba a ir después? ¿De verdad iba a perder la oportunidad de tener un padre solo
por librarme de un regaño que tenía bastante merecido?
Sí. Definitivamente sí. No pensaba
permitir que nadie me pegara, especialmente no de la forma en la que él
planeaba hacerlo.
Me levanté del sofá pero, como si
hubiera adivinado lo que iba a hacer, Koran fue más rápido y me agarró del
brazo. Con una facilidad humillante me acercó a él y al principio no entendí lo
que se proponía, porque vi que se sentaba. Pero entonces entendí que pretendía
tumbarme encima de él y me resistí.
-
¡Suéltame, no soy un niño!
-
Tal vez no, pero lo eres para mí. Y estabas avisado sobre las
malas palabras.
Sentí su pierna tocando mi vientre, a
través de su pantalón y de mi camiseta, pero aún así me provocó un cosquilleo
interior, como cuando me monté en una montaña rusa particularmente alta. Su
brazo derecho me rodeó la espalda, sujetándome y manteniéndome tumbado a pesar
de que yo trataba de impulsarme con los brazos. Aquella era una posición tan
indefensa y absurda que no sabía bien qué hacer. Me sujetó las piernas con la
mano izquierda, como indicándome que las dejara quietas, y segundos después de
que me las soltara sentí un golpe sobre mi muslo derecho.
No. En el muslo no. En el culo, como
un jodido infante de cuatro años.
PLAS
Apenas sentí la palmada, intenté
levantarme con más ahínco.
-
¡Suéltame, déjame, no puedes hacer esto!
PLAS
Tuve el impulso de poner la mano para frotarme, pero
no me dejó.
-
Sí puedo, porque no pienso permitir que repitas una escena
como la de antes.
PLAS
-
¡Au! ¡Siento haberte avergonzado delante de esta gente! – le
dije, porque era verdad, sabía que había sido increíblemente maleducado, y
porque estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para que parara.
-
Te avergonzaste a ti mismo.
PLAS
-
¡Ay! ¡Para, por favor! – le pedí.
Me moría de vergüenza y además
aquello dolía más de lo que había imaginado que podía doler un golpe con la
mano abierta. Me dije que era por todo aquello del cambio del que me había
hablado, que mi cuerpo estaba más sensible al dolor, pero recordé que el
inhibidor también cancelaba eso.
PLAS
Me negaba a llorar por cinco palmadas, pero me sentía
a punto de hacerlo. Me di cuenta de que se había detenido y noté que el agarre
con el que me mantenía sujeto se aflojaba. Me levanté y me pasé las manos sobre
el pantalón, pero después las dejé quietas porque el gesto me parecía demasiado
infantil.
-
No fue para tanto, ¿no? – me preguntó, pero no quise
contestar.
Mi cuerpo parecía tener vida propia. Mi labio se
arrugaba y casi tenía que convencerle de no poner un puchero. El culo me picaba
y mis manos protestaban porque no las llevara ahí para aliviar ese picor.
Koran se levantó y, aunque mi primer instinto fue
retroceder un par de pasos, no me moví. Estaba bastante seguro de que se había
terminado, así que observé con cautela a ver qué hacía.
Con un movimiento suave, casi una caricia, me quitó el
inhibidor de la frente. Pensé que iba a ser más molesto cuando lo quitara, como
despegar una pegatina, pero apenas noté nada. Lo guardó en su bolsillo y
después volvió a levantar el brazo, para agarrarme de la nuca. Empujó
suavemente hasta que mi cabeza quedó apoyada contra su hombro.
Lentamente, mis propios brazos respondieron por sí
solos y le rodearon, pero no pude disfrutar tanto de aquel abrazo como de los
anteriores, porque mi pecho estaba algo agitado. Entendí que ya no estaba
utilizando sus habilidades, y no había ningún agente externo que me obligara a
estar tranquilo.
No sabía muy bien cómo me sentía. Quería estar
enfadado, pero no lo conseguía del todo. Sabía que no había motivos para estar
asustado y, aunque tenía mucha vergüenza, creo que la emoción que ganó fue la
confusión.
-
Me pegaste – le acusé, como si él no hubiera estado allí.
-
Te castigué – me corrigió.
-
Te dije que no podías hacerlo.
-
Y yo que sí podía – replicó, con una media sonrisa. – Shh. No
discutas ahora. Ya pasó, ¿mm?
Se separó apenas unos centímetros y me dio un beso en
la frente, justo donde el inhibidor había estado segundos antes. No me lo
esperaba, creí que iba a estar más enfadado, pero sus ojos estaban tranquilos e
incluso dulces. Animado por lo que vi en sus pupilas, volví a apoyar la cabeza
y apreté un poco el abrazo.
Volví a sentir una oleada con una emoción ajena
invadiéndome, pero esa vez no fue de calma, sino de un profundo cariño mezclada
con un poquito de culpabilidad. Seguramente, fue involuntario, no quería
proyectar eso sobre mí, pero pesaba sacarle ventaja.
-
Sistema: dile a Koran que es un bruto.
-
El Príncipe Koran conoce sus virtudes – respondió la voz.
Rata traidora.
-
¡Eso no es una virtud, es un defecto!
Sentí la risa de Koran vibrando en su
pecho antes de que saliera de su boca.
-
Lo siento, la programé yo. No está diseñada para criticarme.
Madre mía me leí los 5 capítulos de un toro y quede con ganas de muchísimo más.
ResponderBorrarFelicidades excelente historia.
Siiii, me los eché de un jalón tmb!! Sigue!! Queremos más!!!
ResponderBorrarMe encantó, felicidades!!!
ResponderBorrar