Capítulo 2: La revelación
Mamá le quitó importancia a la tos y dijo que era
alergia, pero no la creí. Nadie atendió su llamada porque el teléfono que
habían dado las autoridades para consultas relacionadas con el coronavirus
estaba colapsado.
-
¿Qué se supone que haga uno entonces, si se encuentra mal?
¿Ir directamente al hospital? ¿No es eso peor, porque contagias a la gente? –
exclamó mamá, frustrada. – No puedo dejarte así con esa fiebre.
-
Estoy bien, mamá. Ni siquiera estoy mareado y no me duele
nada. Pero tú tienes tos y no me trago lo de la alergia.
Mi madre me miró y luego me dedicó una sonrisa
ladeada.
-
Somos tal para cual, ¿eh? Quitándole importancia para no
preocupar. Pero eso es mi trabajo, hijo. Y el tuyo dejar que me preocupe – me
dijo, y volvió a tomarme la temperatura, esta vez con la mano. La sentía
helada. - Al menos te daré un Paracetamol. Mañana intentaré llamar otra vez.
Al día siguiente, cuando mamá se fue a trabajar,
seguía con esa fea tos. Me dejó muy preocupado. Tenía un mal presentimiento y
yo no era mucho de creer en esas cosas, pero lo sentía en mis huesos y no podía
evitarlo.
-
Rocco – me dijo, cuando volvió. – Mañana no iré a la tienda.
-
¿Te encuentras mal? – me alarmé.
-
No… Me duele la espalda y la cabeza, pero no es por eso. Es
que… si existe la posibilidad de que tenga el virus, no debería salir y exponer
a la gente. Lo más prudente es que me quede en casa.
Asentí. Mi cara debió revelar cómo me sentía porque
mamá me apretó la mano.
-
Eh. No pasa nada. Si lo tengo, pasaré unos días fastidiada y
ya está.
Asentí de nuevo. Mi madre era joven, tenía treinta y
cuatro años, no era una persona de riesgo.
-
¿Y tú cómo estás?
-
Perfectamente – le aseguré. – De hecho, estoy más activo que
nunca, creo que de estar tantos días aquí dentro. Ahora mismo, me correría una
maratón.
-
Te entiendo, yo estoy un poco igual. Aunque tú eres más de
sofá y peli.
Me encogí de hombros.
-
¿Me lo dirás si te empiezas a encontrar peor? – le pedí.
-
Sí. Pero no es nada, ya verás. Lo que me tiene intranquila es
tu fiebre.
-
Llevo días sintiéndome caliente. Quién sabe, igual también es
de estar encerrado. Igual son mis hormonas adolescentes, concentrándose en mi
entrepierna e hinchándome el… - bromeé, pero mamá no me dejó terminar y me tiró
un trapo a la cara. - ¡Ay! – me reí.
-
¡Asqueroso!
-
No te preocupes, mamá. Con todas las horas que paso solo en
casa, voy bien servido. El baño, los kleenex y yo somos amigos.
-
¡Rocco! – me regañó. – No seas guarro.
-
Es broma. Sabes que tu hijo es un puritano monje budista.
-
Y que siga así – me advirtió. – Soy demasiado joven para ser
abuela.
-
Bueno, pero mis amiguitos por si solos no van a embarazar a
nadie, no te preocupes – sonreí. Mamá me dio una colleja. - ¡Au! No tenías que
darme tan fuerte – protesté.
Ella rodó los ojos, pero entonces se dio cuenta de que
lo había dicho en serio.
-
Perdona, cariño. No quería darte fuerte – respondió, y me
hizo una caricia en la nuca. La miré enfadado unos segundos más y luego me
crucé de brazos, haciéndome el ofendido.
-
Ni bromear puede uno ya sin que lo agredan. Cuarenta y
censura, me colaron una dictadura y yo sin enterarme.
Mamá sonrió, que era lo que pretendía desde hacía un
rato. Era preciosa cuando sonreía.
-
No tienes remedio, Rocco.
-
No, pero así me quieres. Auch, de verdad me dolió – me quejé,
frotándome el cuello, porque me seguía picando mucho.
-
¿No te habrás hecho un tatuaje? – preguntó, suspicaz, e
intentó tirar de mi camiseta para verme la piel.
-
¿Estás loca? ¿Dónde iba a hacérmelo, si está todo cerrado? –
repliqué, y me soltó, al darse cuenta de mi lógica.
-
Yo que sé. Algo se te ocurriría, seguro. Llevas meses dándome
la vara para que te deje hacerte uno. Y no me llames loca.
-
Perdón – musité, algo avergonzado, porque ese regaño sí fue
en serio y no como los otros. – No me lo haría a tus espaldas. Dijiste que
hasta los dieciocho nada, y solo me quedan unos meses.
Mamá me miró con dulzura.
-
¿De verdad te duele? – preguntó, con expresión culpable.
-
No, ya se pasó – mentí. Nota mental: revisar si la mano de mi
madre era de titanio.
Me tiró un beso, que era un gesto muy
suyo porque decía que no llegaba a dármelo bien porque yo tenía complejo de
árbol y no paraba de crecer.
-
¿Hiciste los deberes?
-
Sip. Ya no va a haber más, en dos días nos dan las notas. Te
llegarán al correo.
-
¿Alguna sorpresa? – me preguntó.
-
No. Tres sobres, dos notables, dos bienes y un sufi. El sufi
es en Historia.
-
¿Y los sobresalientes?
-
Lengua, Historia del Arte e Inglés.
-
Enhorabuena, Ro.
Sonreí.
-
Podrías consentirme un poco, ¿no? Por traer buenas notas.
-
¿Por hacer tu trabajo, quieres decir? – replicó.
-
Sí, pero por hacerlo bien – intenté camelarla y la abracé por
la espalda. – Anda. Que soy tu hijo preferido.
-
El único que tengo – se rio. – Está bien, si total ya sé lo
que vas a pedir. Sí, cenaremos pizza esta noche.
-
¡Genial!
-
Ay, hijo, eres una estufa – se quejó, y se removió para
separarse. - ¿Seguro que estás bien?
Ya le volvió la preocupación.
-
Como una rosa.
Estuvo encima de mí toda la noche, mosqueada por mi
temperatura. Volvió a llamar al teléfono del coronavirus y esta vez se lo
cogieron, pero las instrucciones que le dieron no la tranquilizaron. Dijeron
que si no tenía problemas para respirar no me llevase a ningún sitio y que me
quedara en casa para evitar contagios. Que no sabían si tenía el virus, pero
que hiciera como que sí por precaución.
-
¿Qué hagas como que sí? ¿Me están tomando el pelo? ¿No tienen
test para estas cosas?
-
Los test son para los que están realmente enfermos y para la
gente importante como los médicos y tal, mamá.
-
Tú eres importante – me respondió. – Lo más importante –
añadió y me dio un beso, esta vez de los de verdad, en la frente.
Mi salud no empeoró durante los días siguientes, pero
la de mamá sí. Fue un proceso escalonado. Su tos aumentó, el cuerpo le dolía y
finalmente ella también tuvo fiebre, solo que, a diferencia de mí, que no
notaba para nada el aumento de temperatura, a ella le hizo estar muy mareada.
No la dejé levantarse de la cama, aunque me costó mucho esfuerzo, porque ella
se empeñaba en no dejarse cuidar.
Al cuarto día desde que ella enfermó, tuve que bajar a
comprar, porque estábamos sin provisiones. Lo hice en el supermercado donde
mamá trabajaba y sus compañeros me preguntaron por ella. Su amiga Sonia me dijo
que había llegado su baja, que el ambulatorio la había mandado directamente
allí y que el jefe no estaba muy contento.
-
Tienen más trabajo que nunca – dijo mamá, cuando se lo conté.
– Las compras han aumentado porque la gente almacena como si fuera el fin del
mundo y hace pedidos grandes. Necesitan el personal. Si tardo en volver quizá
contraten a otra persona.
Mamá no podía perder su trabajo. No solo porque
necesitábamos el dinero (apenas llegábamos a fin de mes) sino porque había
trabajado tanto y tan duro que no se merecía una injusticia semejante. Tenía
que hacer algo para salvar su empleo e, inspirado por los cientos de mensajes
denunciando injusticias que había en las redes sociales, creé un hilo en Twitter
citando a su empresa.
Dos
horas después, los tweets se hicieron virales. Mamá, lejos de alegrarse, se
puso furiosa.
-
¿Pero qué has hecho, Rocco? Si mis jefes lo ven ahora sí que
me despiden, por crearle mala fama a la empresa.
-
No te pueden despedir, mucha gente lo ha leído, se echarían
encima de tus jefes…
-
¿Ah, sí? ¿Y qué harán, un hashtag para apoyarme? ¡Despierta,
hijo! Esto es el mundo real. Un día llenan Twitter con mi caso y al siguiente
se les ha olvidado. Pero al supermercado no se le olvidará y me echarán con
cualquier excusa. No puedes ser tan imprudente, Rocco. Las redes sociales no
solucionan nada. Hacerse viral te da una popularidad de dos minutos.
-
A veces sí se consiguen cosas – me defendí. Me sentí muy
frustrado. Contra la situación, contra sus jefes, contra mí mismo por ser un
idiota, contra mi madre por no ver las cosas como yo. - ¡Tenía que hacer algo,
iban a echarte por estar de baja!
-
Sé que tenías buena intención, cariño – empezó mamá, pero
antes de que pudiera continuar di un golpe fuerte contra la mesa. - ¡Rocco!
-
¡AAAH!
Me
miré la palma de la mano, donde de pronto sentía como si tuviera mil astillas
clavadas.
-
¡Eso te pasa por burro! ¡No se dan golpes a las cosas!
-
Me duele… - me quejé.
-
Te lo mereces. No voy a consentir que…
-
¡TE ESTOY DICIENDO QUE ME DUELE Y TÚ ENCIMA TE ALEGRAS! –
chillé.
Mamá
retrocedió un par de pasos. Casi nunca la gritaba y desde luego no con tanta
furia. Ella se encontraba mal y encima yo me ponía como un basilisco.
-
Mamá… Lo siento… - me disculpé, pero ella siguió
retrocediendo. - ¿Mamá?
¿Tenía
miedo de mí?
-
Tus…. Tus ojos… Rocco, mira tus ojos - me pidió.
Me
giró, para que estuviera de frente al espejó del salón y entonces lo vi. Por
primera vez en mi vida, mis dos iris eran del mismo color, pero no era el
marrón de mi ojo derecho, ni el azul de mi ojo izquierdo. Estaban rojos.
-
¿Qué… qué es eso? ¿Qué me está pasando? – me asusté.
Mamá
también parecía en shock, pero estaba algo más tranquila que yo.
-
Tengo… tengo que contactar con tu padre – susurró.
¿De
qué demonios hablaba? No había padre. Mi madre tuvo un embarazo adolescente y
el tipo del esperma se largó.
-
Cariño, tranquilo.
-
¿Tranquilo? ¿¡Tranquilo!? ¡Tengo ojos rojos! ¡Y ahora tú
nombras a mi padre! ¿Me dirás que soy el dijo del diablo, o qué? ¿En las
ecografías salía un tétrico 666?
-
No. Las ecografías fueron normales. Y eso fue todo un alivio.
Vale,
ahí sí que me alarmé. ¿Por qué mis ecografías no deberían ser normales?
-
Mamá… ¿de qué hablas?
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