jueves, 23 de abril de 2020

CAPÍTULO 8: El inhibidor





CAPÍTULO 8: El inhibidor
La breve conexión sobrenatural que experimenté con los sentimientos de mi padre aplacó mi rabia porque se hubiera atrevido a pegarme. Discutir sobre aquello no tenía sentido por el momento, estaba demasiado cansado como para eso. De hecho, todo lo que quería era tumbarme en algún sitio y dormir. Pero, al parecer, Koran tenía otros planes:
-         En breve será la hora de comer – anunció. Me había dejado sumirme en mis pensamientos durante un rato, así que me sobresalté un poco al escucharle hablar de nuevo.

-         No tengo hambre – murmuré.

-         Tienes que alimentarte – afirmó, en un tono que no admitía réplica.

Aunque era agradable sentir que alguien estaba dispuesto a cuidar de mí y que tal vez no me iba a quedar solo para siempre, me empezaba a cansar esa actitud de capitán de barco hablándole a sus marineros.
-         Cuando tenga hambre – repliqué.

-         No, tienes que alimentarte cuando tu cuerpo lo necesite, que es tres veces al día como mínimo, sino más.

-         ¡Mi madre acaba de morir! ¡Disculpa si tengo el estómago cerrado! – le espeté. Decirlo con rabia ayudaba a que doliese un poquito menos.

Koran suspiró.
-         Tienes razón. Lo siento – respondió y sé pasó las manos por el pelo. – Sin embargo, aunque no vayas a comer, sería… bastante necesario… que hagas acto de presencia. Debo anunciarte frente a todos, explicar quién eres.
Me encogí de hombros, sin muchas ganas de ser anunciado frente a nadie, pero al mismo tiempo algo ilusionado porque Koran parecía bastante comprometido con que yo me quedara allí. Nada de lo que había dicho hasta entonces me indicaba que fuera a echarme ni a hacer como si yo no fuera su problema. Por lo que me había contado, de hecho, de haber sabido que tenía un hijo, nunca se habría separado de nosotros. Era tan fantástico creer eso que me había propuesto no cuestionarme nada de su relato, pero no podía evitar algunas preguntas:
-         ¿Cómo es que te entiendo cuando hablas? ¿Los okranianos hablan español?

-         No. La nave traduce automáticamente todo lo que escuchas a un idioma que puedas comprender. Y cuando estábamos en tu casa, te hablé en tu lengua – me explicó.

-         ¿¡Estamos en una nave!?

-         Claro. Nuestro planeta, que es más grande que la Tierra, es pequeño para todos nosotros, así que se crearon estas naves dormitorio, con capacidad para quinientas mil personas. Cada uno de mis hermanos gobierna sobre una, mientras que mis padres están en el núcleo central, en tierra – explicó, como si fuera lo más normal del mundo. – A medida que se van necesitando se construyen nuevas naves y se busca un capitán. De esta manera, no saturamos el planeta y conservamos espacios verdes, en lugar de dedicar cada milímetro a la construcción. Los habitantes de las naves pueden bajar a Okran cuando lo deseen y muchos trabajan allí, de hecho. Pero viven aquí.

Miré hacia el enorme ventanal que había en el dormitorio.

-         ¿Eso es el espacio?  - señalé.

-         Sí. ¿Quieres verlo?

No había terminado la pregunta y yo ya había atravesado aquel saloncito y el dormitorio hasta llegar allí. Sin embargo, la imagen fue un poco decepcionante, solo se veía una inmensa negrura.

-         Okran está del otro lado – me explicó, poniendo una mano sobre mi hombro. – Dejé las habitaciones con mejores vistas a las familias con niños pequeños.

Puesto que afuera no había nada interesante, me dediqué a mirar el dormitorio, que hasta entonces solo había contemplado de lejos.

-         ¿Duermes aquí? – pregunté, aunque era evidente. – Parece… pequeño para un príncipe.

Koran se rio y su risa resultó potente y cantarina al mismo tiempo.

-         No necesito nada más. Mi casa en Okran quizá te parezca más apropiada, ya la conocerás. No siempre duermo aquí. Pero me gusta estar cerca de mi gente.

Supuse que eso era señal de que era un buen príncipe.

-         No te preocupes por el idioma - añadió. - Cuando aprendas a controlar tu empatía, serás capaz de hablarle a los demás en la lengua en la que se sientan más cómodos. Eso me lleva a la siguiente petición. Como aún no controlas tus habilidades, estar delante de mucha gente, que va a tener todo tipo de reacciones cuando te conozca, puede resultar abrumador. Te puedes encontrar canalizando cientos de emociones al mismo tiempo. Así que creo que es mejor que utilices un inhibidor.

-         Ya dijiste esa palabra antes - recordé. - ¿Qué es?

-         Un supresor momentáneo de tus habilidades. Se utiliza… Se utiliza con delincuentes y… con hijos rebeldes – comentó, con cierta cautela.

-         ¿Hijos rebeldes?

-         No te lo ofrezco por eso – se apresuró a añadir. - No es ningún tipo de castigo. Solo creo que te será de ayuda…

No tuve que pensarlo mucho para saber que tenía razón, me podía resultar muy útil, pero sentí bastante curiosidad.
-         ¿Usáis la misma pena para un delincuente que para un niño que se porta mal? ¿Les quitáis los poderes?

-         No lo llamamos poderes – me aclaró. – Y no, no es exactamente igual.

Se giró, pulsó un botoncito casi imperceptible en la pared y se abrió un pequeño cajón, donde había varios objetos. Algunos parecían esposas, desde luego estaban pensados para restringir los movimientos. Otros eran mucho más pequeños, y tenían forma de ventosas, pensados para adherirse a alguna superficie, tal vez a algún cuerpo.
 – A ti nunca te pondría estos – dijo, refiriéndose a los primeros. – Son solo para criminales.  Pero estos otros sí, momentáneamente – añadió, cogiendo uno de los pequeños. – Sin embargo, es una conversación para otro día.
-         Quiero tenerla ahora – protesté.

-         No creo que esta sea la mejor ocasión.

-         Si quieres que me lo ponga, tendrás que contármelo, o no los llevaré – le amenacé. - ¿Cómo y para qué se usan?

-         ¿Pretendes chantajearme, mocoso? – preguntó, con la ceja ligeramente alzada.

Me mordí el labio.
-         ¿Funciona?

Poco a poco, Koran esbozó una media sonrisa y me dije que no era tan sargento como parecía.

-         Está bien. Algo me dice que necesitaría explicártelo pronto, de todas maneras. Ven – me llamó y me acerqué a él con ciertas dudas. – Se pone así – me informó, y colocó una de las ventosas en mi sien, como si fuera una pegatina. No sentí nada. – Ahora, aunque lo intentes, no podrás canalizar las emociones de nadie ni usar la telequinesis.

-         ¿Y qué, las madres les dicen a sus hijos “pórtate bien o te pondré una ventosa en la cabeza”?

-         No. La restricción de las habilidades por un tiempo prolongado se considera una forma de abuso infantil. Es reprimir una parte de lo que son.

-         Vaya, qué amables. Pegar a los hijos, ok. Suprimir sus poderes, not ok – respondí, con cierta sorna.

-         Se utiliza para garantizar su seguridad durante una zurra – me informó, con algo de aspereza para cortar mi tono irónico. – Los niños okranianos, los que no son mestizos como tú, desarrollan sus habilidades a edades muy tempranas. Si un padre le está dado un castigo a su hijo, lo último que necesita es que se ponga nervioso y destroce la habitación, como hiciste en tu casa.

Me ardieron las mejillas por el repentino cambio de conversación. ¿Así que se usaba para eso? Ya no me hacía tanta gracia llevar el inhibidor ese.
-         En tu caso, en esas situaciones servirá además para ayudarte a mantener tus sentimientos bajo control. Así ni tú canalizarás mis emociones, ni yo las tuyas, y podré regañarte sin que te ahogues en un mar de sensaciones que no puedes controlar – continuó, con más gentileza. – Tú eres empático, pero otros chicos lanzan rayos o generan fuego. Algo tan simple como darles unas palmadas se podría convertir en una desgracia.
Me separé de él, confuso y avergonzado. No sabía cómo me sentía respecto a esa forma de reprender a los hijos. En mi entorno, era una excepción que se hacía en raras ocasiones con niños pequeños. Pero allí parecía mucho más natural y aceptado. Tan natural, que Koran le había dado una palmada a un chico con el que no guardaba ninguna relación delante de mí.
Estaba empezando a aceptar que estaba en otra cultura. No es que fuera otro país, es que era otro planeta completamente diferente. Pero eso no quería decir que tuvieran que gustarme todas sus costumbres.
-         Yo no voy a dejar que me pegues – declaré. – Antes fue la primera y la última vez.
Koran me miró con sorpresa por unos segundos.
-         ¿Y cómo lo piensas impedir? – contratacó.

-         No lo sé. Cogeré un anillo de esos y me volveré a la Tierra. Iré a un hogar de menores hasta cumplir los dieciocho. Ya veré. Pero no voy a dejar que lo hagas.
Se acercó a mí y me asusté un poco. ¿Iba a hacer la prueba? Me tensé cuando me agarró del hombro, pero únicamente agachó la cabeza y apoyó los labios en mi frente. ¿¡Me estaba dando un beso!? Madre mía, eso era casi peor.
Bueno, no era peor. Se sintió bien. No estaba acostumbrado a que los hombres fueran tan cariñosos, pero no fue desagradable.
-         Los anillos no funcionan así. Y yo nunca dejaría que te fueras. Si intentas eso, será la manera más rápida de ganarte uno de esos castigos que no vas a dejar que te dé. Lamentablemente para ti, soy el príncipe heredero de Okran y lo que es más importante aún, tu padre, así que no tienes ningún poder de decisión en ese asunto. No necesito tu permiso. Lo único que puedes hacer es tratar de hacerme caso para no meterte en problemas. Esa sería una vía rápida y efectiva de conseguir que no te castigue.

La intensidad de sus palabras me quitó la capacidad de tragar por unos segundos. Mi boca se había quedado seca. Decidí obviar la parte que daba miedo, para centrarme en la otra: ¿No iba a dejar que me fuera? ¿Nunca? ¿Significaba eso que me iba a quedar con él? ¿Para siempre?

-         Si me vuelves a amenazar, también te llevarás unas palmadas – me advirtió. – Podemos hablar de lo que tu quieras y puedes preguntar todo lo que necesites, pero no puedes obligarme a hacer tu voluntad. Eres mi hijo, el que manda aquí soy yo. Según mis estudios, somos padres más atentos que los terrícolas, les dedicamos mucho más tiempo a nuestros hijos y expresamos nuestras emociones con mayor libertad. Pero también somos más estrictos. Nada me hubiera hecho más feliz que estar presente durante tu infancia, por corta que fuera. Siempre pensé que tendría cincuenta años para criar a mi hijo y resulta que creciste en tan solo diecisiete. Pero, ni eres adulto aún para los estándares humanos, ni mi función como padre ser terminará cuando lo seas. Te saco más de ocho siglos, así que tengo un par de cosas o tres que enseñarte. Y lo haré de la forma que considere oportuna.

Me quedé en silencio, sin saber qué responder ante semejante discurso. Quería enfadarme, pero no me salía. ¿Y si había usado alguna de sus habilidades con aquel beso? ¿Y si había hecho algo mágico para relajarme y llenarme de paz?

-         ¿Y no tenéis alguien a quien me pueda quejar? – protesté. - ¿A dónde van los hijos cuando sus padres son injustos con ellos? ¿A quién acuden?

Koran volvió a reírse. Comenzaba a amar y a detestar esa risa, porque por lo visto siempre se reía de lo que yo decía.

-         A mí – me respondió. – Acuden a mí. Yo soy el mediador de todo conflicto a bordo de esta nave. Has tenido muy mala suerte, chico.


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