CAPÍTULO
6:
Hubiera querido dormirme después de aquella ola de
llanto. Mi organismo seguramente lo necesitara, pues no me había ocupado de
darle el sueño ni los cuidados que precisaba. No estaba seguro de si llevaba
uno o dos días sin comer. Las últimas horas se confundían en mi mente y no
tenía muy claro el orden de los acontecimientos. Solo sabía tres cosas:
1.
Mamá estaba muerta
2.
Mi casa estaba destrozada
3.
Ya no estaba en mi salón
Esta última certeza fue cobrando importancia a medida
que mis sollozos se hacían más pausados. ¿Dónde estaba? Apenas podía distinguir
nada en aquella habitación, porque no había luz. Veía un sofá y lo que parecía
una mesa.
Y estaba él.
No me había soltado desde que empecé a llorar. Al
principio mi estado alterado no me permitía ser consciente de lo extraño de la
situación. Su cuerpo fue el sostén que necesitaba. Pero después reparé en lo
insólito que era abrazarse así a un desconocido, por más vínculo sanguíneo que
hubiera. No me separé, sin embargo y él tampoco. En algún momento se cansó de
intentar consolarme verbalmente y empezó a frotar mi espalda. Eso hizo algo de
efecto y creo que ayudó a calmarme.
-
¿Mejor? – le escuché susurrar. Quise responder que sí, pero
lo único que salió de mis labios fue un sonido rasposo. - Te prepararé un té caliente – me dijo. – Te
vendrá bien para la garganta.
No
me gustaba el té, pero no perdí el tempo en decírselo. Sentía que todo me daba
igual y, de todas formas, seguramente sí me fuera a ayudar. Tenía la garganta
seca y era probable que estuviera algo deshidratado después de llorar más de lo
que pensé que una persona podía llorar en un solo día.
Al
ver que no me oponía, aunque tampoco lo aceptara abiertamente, el hombre se
separó de mí con gentileza, obligándome a ponerme de pie en el proceso. Me
sentó en el sofá y yo me dejé manejar como una marioneta.
-
Sistema: luces – exclamó.
Ante
su comando, la habitación se iluminó. Debía reconocer que eso fue bastante
chulo.
La estancia en la que me encontraba era poco común.
Predominaban el color gris y el azul y las paredes parecían de metal. Había un
pequeño cuarto anexo con una cama y un enorme ventanal negro. Por alguna razón,
el diseño del espacio me recordaba un poco a Star Wars y a otras películas
similares.
Una
voz impersonal, como la de las grabaciones de los supermercados, respondió:
-
Luces encendidas.
Intenté buscar un altavoz o un mecanismo, pero debía de estar
muy bien camuflado. Mientras yo me distraía con esto, el hombre se alejó un par
de pasos e instintivamente estiré la mano para agarrarle del jersey.
-
Tranquilo – me dijo. – Voy a por el té.
Me odié a mi mismo por la reacción infantil que había
tenido. Pero no quería estar solo. Aunque más me valía acostumbrarme, así iba a
ser a partir de entonces.
Le solté y en su lugar me abracé las piernas. Salió
por una puerta que se abrió automáticamente. Tal vez era un billonario
excéntrico que se concedía caprichos como una casa inteligente.
Volvió a los dos minutos, menos de lo que le llevaría
a nadie preparar un té, y sin embargo ahí estaba, con una taza humeante en la
mano.
-
Toma.
Lo cogí y soplé un poco antes de dar
un sorbo. Sorprendentemente, sabía dulce, ligeramente afrutado y no fue nada
desagradable.
-
¿Crees que estés listo para hablar ahora? - me preguntó.
Por un segundo, deseé ser una tortuga
para poder esconderme dentro de mi caparazón. Pero eso no iba a pasar, así que
suspiré y asentí, pero no me solté las piernas. No era un caparazón, pero era
mejor que nada.
El hombre dudó durante unos segundos,
como si no supiera por dónde empezar. Tal vez había deducido ya lo que le había
pasado a mi madre o simplemente había comprendido que era mejor no mencionarla
por el momento, porque no volvió a preguntarme por ella:
-
¿Sabes quién soy? – dijo al final.
Asentí de nuevo, pero imaginé que
tenía que responder algo más elaborado.
-
Mi padre – murmuré.
Fue más fácil de lo que pensé. La
palabra sonó casi natural, como si estuviera acostumbrado a pronunciarla.
Se mostró considerablemente aliviado con esa respuesta.
-
Me llamo Koran – me explicó.
-
Lo sé. Mi madre me dijo tu nombre, pero casi nunca lo usamos
– le dije. No sabía exactamente por qué. Quizá porque alguien que no está no se
merece una identidad en tus pensamientos. Creo que mi madre había intentado
borrarle poco a poco de sus recuerdos, pero no podía, porque yo estaba ahí como
prueba perenne de que le había conocido. - ¿Qué clase de nombre es ese, por
cierto?
Frunció un poco el ceño.
-
El mío. Es un nombre honorable.
Me pareció un adjetivo raro dado el contexto y me
pregunté qué hacía que un nombre fuera más honorable que otro, pero me quedé
callado y le di otro sorbo al té.
-
Yo no sé cómo te llamas tú – continuó, ligeramente
avergonzado.
Bufé.
Por supuesto que no, si se había marchado antes de que naciera.
-
Rocco.
-
Rocco – repitió, como si quisiera familiarizarse con el
sonido de cada letra.
Koran no hizo más preguntas ni comentarios y aquel
silencio se hizo denso para mí, así que pensé que era mi turno:
-
¿Dónde estamos?
-
En mi… casa – contestó, pero no me pasó inadvertida cierta
vacilación al decirlo.
-
¿Cómo hemos llegado aquí?
-
Nos hemos transportado – explicó, hablando muy despacio,
consciente de que aquello me iba a resultar difícil de aceptar. – Ellos te
habían localizado.
-
¿Quiénes son ellos?
-
Personas a las que no les interesa que tenga descendencia.
Esperé a que continuara, pero por lo visto eso era
todo lo que iba a decir al respecto. Cuántos detalles, qué capacidades
descripticas, qué maravilloso don para desarrollar la información.
-
Me han estado pasando cosas raras. ¿Por eso me buscaban? –
pregunté.
-
¿Qué cosas raras? – replicó, aunque no parecía extrañado ni
preocupado.
- Mis ojos… cambian de color – murmuré, bastante
avergonzado. No dejaba de sonar absurdo y era como admitir públicamente que
tenía algún problema mental.
- ¿Y tu temperatura corporal es más alta y tienes más
sensibilidad al dolor? – tanteó.
Eso último no me lo había planteado, pero de pronto
algunas cosas tuvieron más sentido. Cuando estaba bromeando con mamá y me dio
una colleja había dolido mucho más de lo que se suponía que tenía que doler. Lo
mismo cuando di un golpe en la mesa.
Asentí y, para ocultar mi nerviosismo, bebí de nuevo.
-
Eso no es raro, es normal – me informó.
-
No sé cuál es tu concepto de “normal”, pero sin duda difiere
del mío.
-
No es normal para un humano – aclaró. – Pero si es normal
para mi hijo.
Mi corazón se aceleró un poquito.
“Ahora sí que tienes que darme más
detalles, idiota reservado” pensé.
-
¿No eres humano? – me atreví a preguntar.
-
Bueno, supongo que sí. Soy una persona, claro. Pero no soy
terrícola. Nací bastante lejos de la Tierra, de hecho. En un planeta llamado
Okran.
Era una conversación tan surrealista
que de hecho estaba sirviendo para distraerme un poco del hondo agujero que se
había abierto en mi pecho.
-
¿Es en serio? – planteé.
-
No haría bromas en un momento así. Sé que tienes muchas
preguntas y voy a responderlas todas, pero primero hay algunas cosas que yo
necesito saber y es importante.
Esperé. Ya me había dado cuenta de
que a ese tipo le gustaban los silencios. Seguí vaciando la taza de té mientras
él pensaba en lo que iba a decir.
-
¿Le hablaste a alguien de lo que puedes hacer? ¿Los ojos, la
temperatura, la telequinesis?
-
¿Telequinesis?
-
Eso fue lo que pasó en tu casa, moviste los cimientos – me
explicó.
Me quedé en shock por unos instantes, pero luego
recordé su pregunta.
-
No, nadie lo sabe.
-
Genial. Eso es genial – suspiró y se dejó caer hasta sentarse
en el suelo, apoyando la espalda en la pared. – Una cosa menos de qué
preocuparse.
Dediqué unos segundos a observarle, registrando sus
rasgos fáciles porque nunca antes había tenido ocasión de ver cómo era: mamá no
tenía fotos. Entonces me di cuenta de algo:
-
Ella… ella me dijo que tenías unos treinta años cuando os
conocisteis. Pero esa es la edad que tienes ahora – señalé, confundido.
-
No, chico. Tengo bastantes más – se rio. – Apenas ha pasado
tiempo desde que conocí a tu madre, así que no he cambiado mucho.
-
¿Que no ha pasado tiempo? ¡Diecisiete años! – exclamé.
-
Eso es un suspiro para nosotros, Rocco. Tengo ochocientos
ochenta y nueve años.
Busqué algún atisbo de sonrisa en su rostro que me
indicara que me estaba tomando el pelo, pero no encontré ninguno.
-
Si te vas a reír de mí, te puedes ir a tomar por culo – le
espeté. – Ya he oído suficientes tonterías.
Koran abrió mucho los ojos.
-
¡Lenguaje! – se escandalizó.
¿Me
iba a salir con regaños de padre concienciado? ¿Quién se pensaba que era esa
rata hipócrita? Dejé la taza en la mesa y le enseñé el dedo corazón.
-
Súbete y baila. Me vuelvo a mi casa – le anuncié.
En menos de lo que tardé en parpadear, se había levantado.
-
No puedes irte.
-
Trata de impedírmelo. A la mierda la cuarentena, si me para
la policía les diré que el bastardo de mi padre me había secuestrado.
Koran me agarró del brazo y su expresión se volvió
sombría.
-
Bastardo es una palabra grave de donde yo vengo – me
advirtió.
-
Que ironía, porque es lo que yo soy, gracias a ti. Suéltame –
ordené, tirando para deshacer su agarre.
-
Sistema: bloqueo de puertas – dijo y observé con impotencia
como una doble capa de metal empezaba a cubrir la ya existente.
-
Puertas bloqueadas – respondió la voz impersonal.
-
Estás a doscientos cincuenta millones de kilómetros de la
Tierra – declaró Koran. - Detrás de esa puerta hay cientos de habitaciones como
esta y un montón de gente que no estará muy contenta de verte. No puedes salir
de aquí hasta que les explique tu presencia o te fulminarán antes de que puedas
pedir misericordia. No voy a perder a mi hijo cuando recién me estoy enterando
de su existencia y que sea la última vez que te diriges a mí de esa manera o me
saltaré varios pasos en el camino de la paternidad y pasaré directamente a la
fase de “enseñarle respeto a un mocoso irrespetuoso”.
Sus ojos relampaguearon con un brillo
rojizo, pero fue solo durante un instante. Después volvieron a su castaño
habitual. Involuntariamente, tragué saliva. Había sonado muy imponente.
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