lunes, 18 de julio de 2016

CAPÍTULO 1






N.A.: Feliz cumpleaños, Sanha Que encuentres tu propio ángel.

La historia tiene lugar en un lugar indeterminado, en un tiempo impreciso. El escenario es un internado y la ambientación es bastante cerrada: poco se sabe del mundo exterior, así que cada uno imagine lo que quiera, aunque más o menos es la época actual.


CAPÍTULO 1:


Las rejas del internado eran un par de metros más altas que yo. Sabía que era necesario proteger el lugar para que nadie entrara o saliera sin permiso, pero en ese momento no pude evitar pensar en las semejanzas que ese lugar tenía con una cárcel. Yo jamás hubiera enviado a mis hijos allí… Aunque quizá, de haberlo hecho, las cosas hubieran resultado de otra manera.


Suspiré y cogí ánimos, porque ya no podía retrasarlo más. Llamé al timbre y esperé pacientemente a que vinieran a abrirme la puerta. Un señor bastante mayor, con aspecto de llevar allí casi el mismo tiempo que el edificio vino a recibirme, y me guió por los jardines hasta la puerta principal. Me condujo también por el interior del edificio, hacia una salita con aspecto de sala de espera. A la derecha había una puerta donde se podía leer en letras negras sobre fondo dorado “Sr. Bennett. Director”. El hombre que me había guiado, con el cual había intercambiado tan solo un par de palabras, me anunció y me indicó que aguardara allí hasta que pudieran atenderme.


Esperé en una silla hasta que la puerta se abrió, y entré en el despacho del director del internado. En la silla había un hombre de unos cincuenta años; bien conservado, aunque con el pelo totalmente gris, lo cual le daba un aspecto distinguido.


  • Víctor. Puedo llamarle así, ¿verdad? – preguntó, y me tendió la mano a modo de saludo, poniéndose de pie. Se la estreché con un asentimiento. No tenía problemas con que usara mi nombre de pila.


  • Espero no haber llegado demasiado pronto – me excusé, consciente de que me habían citado a las doce de la mañana, y apenas eran las once.


  • En absoluto, así tendrá más tiempo para instalarse, antes de conocer a los alumnos.


Me indicó con un gesto que me sentara en una silla enfrente de su escritorio, y así lo hice. Sorprendentemente no estaba nervioso, quizá porque sabía que ya había dejado atrás las entrevistas y que por fin había conseguido un puesto de trabajo.


  • Bien… ¿Ha sabido llegar? ¿Algún problema para encontrarnos?


  • No, todo estaba bastante claro.


  • Le agradezco la rapidez con la que ha accedido a incorporarse.


El curso había comenzado la semana pasada, pero el anterior profesor de Historia había sido súbitamente despedido por conductas inapropiadas. No sabía qué era exactamente lo que había hecho, pero me había propuesto averiguarlo enseguida para no caer en el mismo error.


  • Soy yo quien le agradece esta oportunidad.


  • Iré al grano, Víctor… Ya sabe que usted dará clase a los dos últimos cursos: alumnos de dieciséis años en adelante. Pero, como le dije, tendrá que hacerse cargo también de uno de los dormitorios. Hay una vacante en el dormitorio del último curso, que era el puesto de su antecesor, y también en el de los chicos del primer año…


  • Póngame ahí – le interrumpí. El director me miró algo sorprendido.


  • Son niños de once y doce años – me indicó.


  • Ya lo sé.


  • Bueno… supongo que… hasta cierto punto es mejor que no sea el guardián de los mismos alumnos a los que da clase.


Guardián. La palabra me sonaba tan… inadecuada. Como si los muchachos fueran perros que necesitaran un vigilante.


  • Creo que se me dan mejor los chicos de esa edad – comenté.


  • Le advierto que es una edad complicada. Muchos guardianes escogen ese dormitorio pensando que no darán problemas, pero no es así.


  • Lo tendré en cuenta.


  • Bien, en ese caso, aprovechando que los alumnos están en clase, puedo enseñarle ahora dónde dormirá. Su habitación está aislada de la de los muchachos, pero se encuentra en el mismo dormitorio, por si surge algún problema durante la noche.


El director se puso de pie y yo le imité. Salió del despacho y me condujo hacia unas escaleras que daban al primer piso. No pude evitar fijarme en que todo allí parecía tener unas dimensiones desproporcionadas. Las escaleras eran muy anchas, los cuadros de las paredes, muy grandes. Me imaginé a un niño de once años subiendo aquellos escalones: tendría que sentirse muy, muy pequeño.


En el primer piso había únicamente dos puertas. Nosotros traspasamos la de la derecha, que daba a una habitación muy larga donde había varias camas. Rápidamente las conté: veinte. Veinte camas. Eso quería decir que iba a estar a cargo de veinte niños. Conocía a los chicos a los que iba a dar clase: me habían pasado la lista y sus fotos. Pero no tenía ninguna pista sobre los niños de aquél dormitorio.


Mi cuarto estaba en una especie de subhabitación dentro de aquella estancia, separado por una pared de cristal que me permitiría observar en todo momento lo que estaban haciendo los niños. El habitáculo tenía lo mínimo e indispensable: una cama, una mesa, una silla, una estantería, un armario y una lámpara. Había también una fina cortina que en ese momento estaba abierta, supongo que para poder tener algo de intimidad cuando quisiera separarme un poco de los chicos. Cualquier otra cosa que quisiera añadir tendría que ir por mi cuenta.


El director me dejó solo unos instantes y me indicó que me instalara libremente. La instalación fue breve: llevaba una maleta pequeña con tres camisas, dos pantalones, cinco calzoncillos y tres pares de calcetines. Solo tenía los zapatos que llevaba puestos y no había traído nada más conmigo. Mis libros, y alguna foto llegarían esa tarde o al día siguiente.


  • Estos son los muchachos que estarán a su cargo – informó el director, a su regreso. Me tendió unos pocos papeles con el nombre de los alumnos, la edad y la foto de cada uno de ellos. Algunos tenían un asterisco junto al nombre.


  • ¿Qué significa el asterisco?


  • Son los alumnos que se quedan aquí también durante el fin de semana. Los demás, vuelven a casa, con sus padres.


Pasé las hojas, contando mentalmente. Nueve de los veinte niños no volvían a su casa.


  • Su día libre será los domingos. Ese día podrá dormir fuera del internado pero tendrá que comunicárselo a…


  • Dormiré aquí – le corté. Nadie me esperaba en casa.


El director me miró con cierta curiosidad. Seguramente se preguntaba si acaso no tenía familia, o quizás ya había deducido que sí la tenía por el anillo de mi dedo. Como sabía que tarde o temprano la cuestión sería mencionada, decidí aclararlo en ese instante:


  • Vivo solo. Estoy separado y tengo dos hijos, pero viven con su madre.


En verdad estaba divorciado, pero yo no aceptaba esa situación. No había sido yo quien había querido divorciarse. De hecho, Blanca había pedido la nulidad, pero no la habían concedido. Claro que no, porque nuestro matrimonio no era falso, por más que ella se hubiera arrepentido después de los años que habíamos compartido. No había tenido ningún reparo en pedirme el divorcio, aun sabiendo mis reparos morales al respecto y en romper nuestra familia, llevándose a mis hijos lejos de mí y convirtiéndolos en las pequeñas víboras que eran.


  • En ese caso, durante el domingo estará exento de sus responsabilidades.  Un vigilante controla los pasillos ese día y los guardianes pueden descansar.


Asentí, indicando que entendía y dejé la lista sobre la mesa de la que iba a ser mi mesa. El director me dio otros papeles, esta vez bastante más voluminosos.


  • Estas son las normas del centro. La mayoría son de sentido común, pero conviene que les eche un vistazo. Puede que los alumnos quieran pasarse de listos los primeros días, si descubren que desconoce el reglamento.


Evité decirle que ya me lo había leído antes de entrar a trabajar allí, en cuanto apliqué para el puesto. De todas formas le echaría otro vistazo, porque seguro que había cosas que se me olvidaban. Abrí uno de los cajones de la mesa para dejar allí los papeles del reglamento y descubrí que ese cajón ya estaba ocupado con una paleta, del largo de mi antebrazo. Alcé una ceja y dirigí una mirada inquisitiva al director.


  • Oh. Eso es del señor López. Es el guardián del dormitorio de los de segundo, pero ha estado cuidando de los de primero en esta semana, mientras acabábamos de ajustar el personal.


  • “Cuidando” – murmuré, con cierto rintintín – Yo no pienso utilizar eso en niños de once años – le aclaré. Mejor dejar mis ideas claras desde el principio.


  • Las normas del centro no le obligan a utilizar ningún objeto en concreto – me tranquilizó el director. – Es decisión de cada guardián el cómo aplicar los castigos. Pero si considero que se excede, prescindiré de sus servicios como prescindí de los servicios de su predecesor.


Oh. Así que por eso le echaron. Aunque no supe si se estaba refiriendo al anterior guardián de los chicos de primero, o al anterior profesor de historia de los mayores.


  • No he venido aquí para desquitarme con ningún niño, director. He venido a hacer mi trabajo: enseñar historia y cuidar de ellos.


  • Le aconsejo que deje de pensar en ellos como “niños”. Los alumnos tienen de once a dieciocho años, y se les trata como jóvenes adultos.


“Jóvenes adultos que pueden recibir una azotaina si rompen alguna norma” pensé para mí, pero no lo dije en voz alta. Todos los colegios aplicaban ese tipo de castigos, pero el internado St. Jules tenía fama de ser de los más estrictos. Aunque también era el mejor valorado en cuanto a resultados académicos.


El director me llevó a conocer el comedor y otras dependencias y después se excusó diciendo que tenía asuntos de los que ocuparse. Me invitó a leer los papeles que me había dejado y a prepararme como creyera necesario para la presentación oficial a los alumnos, que tendría lugar justo antes de la comida.


Cuando estuve a solas, miré con atención la lista con los alumnos del dormitorio, intentando asociar las caras con los nombres. Solía tener buena memoria para eso, pero aún así era probable que al principio los confundiera. Después cogí el reglamento, con algo menos de interés.  Estaba dividido en dos partes: una primera dedicada a infracciones leves, y una segunda con infracciones más graves. Fui directamente a la segunda parte, pensando que era lo primero que tenía que aprenderme, aunque seguramente sería también lo más obvio.


El internado St. Jules era exclusivamente masculino y por ello estaba completamente prohibido la presencia de mujeres en las habitaciones. Esa norma iba dirigida principalmente a los alumnos más mayores, y si la habían especificado sería porque alguna vez habría sucedido. Tener a una mujer en los dormitorios se consideraba una infracción grave y el castigo podía consistir en la expulsión del culpable o en un castigo ejemplar. No me gustó nada ese “ejemplar” ni el hecho de no saber en qué consistía.


Como esperaba, las infracciones graves eran bastante evidentes. Alcohol, drogas, tabaco, robos… estaban completamente prohibidos y se castigaban severamente. El que había redactado el reglamento no tenía ningún pudor a la hora de especificar qué pasaría con los infractores.


“8. Hurtos y sustracciones. Queda terminantemente prohibido apropiarse de objetos ajenos. El alumno que tenga en su poder algo que no le pertenezca durante una inspección, o que sea acusado de robo con pruebas suficientes, será físicamente sancionado por su guardián y por el director.”


Y por el director”. Vaya. ¿No era injusto que les castigaran dos veces? “Físicamente sancionado”. Casi se hacía más horrible leerlo que hacerlo. Lo hacían sonar como algo medieval.


Casi al final del reglamento había un pequeño apartado con el título de “Castigos físicos”.


“Los castigos físicos los aplicará el guardián de cada dormitorio. En ocasiones también los profesores podrán tomar estas medidas ante el mal comportamiento de un alumno durante la clase. Se aplicarán siempre en privado y de una manera proporcional a cada edad y cada falta”.


Suspiré. Aunque por un lado me gustaba que no me impusieran un grado de severidad, sabía que existía cierto peligro en dar completa libertad a los guardianes. El propio director había confesado que algunos se habían sobrepasado. Me impuse a mí mismo no cruzar nunca ese límite.


Antes de poder seguir reflexionando, me pareció escuchar el sonido de una puerta cerrándose bruscamente. Levanté la cabeza y miré a través del cristal de mi habitación. Un chico acababa de entrar al cuarto y se había lanzado sobre una de las camas. Aunque no le había visto bien, no resultó difícil adivinar que estaba llorando. Miré el reloj. Era aún temprano para que regresaran al cuarto, así que deduje que algo le habría pasado.


Sabiendo que el niño no había reparado en mi presencia, encendí la luz de mi cuartito, para hacerle notar que no estaba solo. El chico levantó la cabeza, sorprendido, y se quedó congelado al verme. Se pasó la manga por la cara, para secar sus lágrimas y yo tardé solo un segundo en salir de mi habitáculo: lo necesario para mirar las fotos y averiguar quién era. Se llamaba Damián, y era de los que tenían un asterisco que indicaba que dormía allí también los fines de semana.

Caminé hacia él, sin poder evitar reparar en que estaba quieto como una estatua, casi como si creyera que si no se movía ni un milímetro se iba a hacer invisible a mis ojos.

1 comentario:

  1. Graciiiiias que bello regalo, y sip atrape uno que no pienso soltar jejejee.

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