jueves, 21 de julio de 2016

CAPÍTULO 11:



CAPÍTULO 11:

Vaya primer día tan intenso. Sentía que no había hecho nada más que regañar y castigar gente, y aunque no era del todo cierto, la verdad es que no me había imaginado así mi primer día. Tampoco habría pensado que iba a tener que ocuparme de dos chicos que no eran “míos”,  pero prefería castigar yo a los dos muchachos de Iván, a que Iván castigara a los cuatro. Por lo poco que sabía él era innecesariamente duro con ellos.

No tuve que llamar a Darío y Fernando porque a los pocos segundos de que Óliver saliera,  la puerta volvió a abrirse y ellos entraron. Se mantuvieron a una distancia prudencial, con un gesto parecido al que pondría yo al estar en la misma habitación que un hombre radiactivo.

  • ¿Nos va a castigar como a ellos? – preguntó Fernando, con voz suave.

  • Puedes tutearme. Y sí.

  • ¿Lo ves, Nando? Ya te lo dije. – exclamó Darío, con cierto aire triunfal.

  • Pero… yo…yo fui quien le dio la patada. – murmuró Fernando, ignorando mi petición de que me llamara de tu. – Fue sin querer… - añadió luego.

  • Ya me imagino que fue sin querer. La verdad, no estaba seguro de quién había sido. Pero eso no cambia nada. No seré más duro contigo por eso.

  • ¿No? – insistió, incrédulo, y miró a su alrededor, buscando algo. - ¿No me pegará con la regla? O…o…¿con otra cosa?

  • No, Nando…

  • Es que, como nos hizo salir… - me dijo, aún sin tenerlas todas consigo.

  • Os hice salir por Óliver, porque quería hablar con él, no por vosotros. Empecé con ellos porque son más pequeños, pero el castigo será el mismo para todos. Los cuatro estuvisteis  mal al pelear, aunque sé que vosotros teníais intención de meteros con Damián. Espero que lo que pase ahora os disuada de hacerlo.

Casi pude escuchar como Nando tragaba saliva, del nudo que debía tener en la garganta.

  • Sí, señor.

  • No me llames señor. Soy Víctor. Y no me tengas miedo, chico. Anda, ven aquí, estás muy asustado. No voy a hacerte esperar más. Darío, por favor, gírate hacia la pared.

Darío obedeció, y Fernando caminó hasta mí lentamente.

  • Sé que no me conoces, Nando, así que no imagino cómo debes sentirte. Seguramente se te hace extraño que un desconocido vaya a reprenderte, sobre todo cuando no soy tu guardián, ni nada. Si quieres, puedo decirle a Iván que…

  • ¡No, no! Él no. – se apresuró a interrumpirme.

  • Está bien… Seré yo, entonces. ¿Te tumbarás aquí? – le pedí, lo más amablemente que pude.

  • Va…vale…

Fernando se tumbó sobre mis piernas de una forma que me indicó que ya le habían castigado así antes alguna vez. Le coloqué un poco, agarrándole por la cintura y comencé a darle palmadas de intensidad media mientras me fijaba en él, atento a sus reacciones. Seguía sorprendiéndome el autocontrol que en general tenían todos los alumnos de aquél internado. Sabía que algo así solo se podía conseguir con el miedo, porque no era normal que ese chico no se quejara ni lo más mínimo. Sin embargo, a los pocos segundos de comenzar, pareció entender que eso iba a ser todo, que no le había engañado y no iba a usar ninguna clase de objeto para golpearle, y vi que se estiraba un poco encima de mí. Lo primero que sintió fue alivio, y luego le vino un poco de rebeldía. Intentó salirse de esa posición, pero yo se lo impedí con el brazo que le estaba sujetando.

  • Aún no hemos acabado, Nando.

  • ¡Yo sí acabé, esto es estúpido!

Entendí que cuando le castigaban con la regla, o con la paleta, o con lo que fuera, era a la vez más largo y más breve. Largo porque debía de ser un suplicio, y breve porque no podían darle muchos o le harían daño de verdad. Fernando no debía estar acostumbrado a que sus castigos durasen tanto. Por eso levanté un poco más la mano, decidido a terminar rápida y contundentemente:

PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS

Fernando protestó un poquito, casi inaudiblemente, y luego puso las manos para taparse.

  • No hace falta que hagas eso, ya terminó – le tranquilicé, y le ayudé a incorporarse. Le faltaron pies para retroceder y alejarse de mí, por lo menos tres o cuatro metros.

  • ¿Me puedo ir? – preguntó, con voz quejosa, casi lloriqueando.

Mi plan inicial había sido que se quedaran, pero les había ido despidiendo uno a uno, así que lo justo era que él también se fuera.

  • Sí, Nando, puedes irte. ¿Estás bien?

Fernando no me respondió, y salió de allí casi volando. Suspiré. Me hubiera gustado consolarle aunque fuera un poco, pero a veces necesitaban estar solos. Algunos sentían demasiada vergüenza al ser reprendidos por un profesor…

Darío se quedó mirando a la pared sin hacer el más mínimo intento de girarse. Durante unos segundos, yo tampoco se lo pedí, escuchando el silencio y prometiéndome a mí mismo que haría algo para acabar con las peleas entre los chicos, puesto que en ese día ya llevaba dos. Era muy fácil que hubiera roces en un lugar con tanta gente.

- Ven, Darío – le llamé, después de un rato. – Vamos a acabar con esto.

Darío arrastró los pies produciendo un susurro suave al rozar la suela de sus zapatos con las baldosas. Al contrario que los demás, él no se paró al llegar junto a mí, y se apresuró a tumbarse encima, sin darme tiempo a decirle nada. Aquello me sorprendió, pero supuse que estaba deseando que terminara de una vez. Me di cuenta de que con ellos dos apenas había hablado nada antes de castigarles. Imaginé que sabían de sobra por qué estaban en problemas, pero aun así…

  • Las peleas no llevan a nada bueno ¿eh? Solo separan a las personas, y encima te cuestan un castigo. Espero que no lo hagas más.

  • No lo haré…

  • Y que no planees bromas crueles hacia los demás.

  • Tampoco…

  • Esta bien. Contigo tampoco voy a ser duro, chico. – le dije, para que estuviera tranquilo, y levanté la mano.

Cuando la bajé, Darío soltó un gritito ahogado y dio un brinco. Luego intentó bajarse de ahí desesperadamente. Fruncí el ceño. Ninguno de los otros chicos había reaccionado así a la primera, ni siquiera Óliver que no estaba acostumbrado. Y Darío me había parecido más calmado que los demás…

  • No, Darío, no puedes levantarte. ¿Qué pasa?

Darío no me respondió, pero le escuché llorar amargamente. La intensidad de su llanto me preocupó un poco, y pensé que necesitaba más un consuelo que un castigo. Le levanté, y le coloqué frente a mí.

  • ¿Qué ocurre? Puedes decírmelo. Sea lo que sea, lo entenderé. No me enfadaré, ni me reiré de ti. ¿Tienes miedo? ¿Es eso?

Darío soltó un sollozo más, y luego se calmó.

  • Me… me duele…

Su forma de decirlo no me sonó a “me has hecho daño” sino a que ya le dolía de antes. Pareció entender lo que estaba deduciendo, porque me lo confirmó.

  • Mi guardián… snif… me pegó esta mañana… snif…y me duele…- susurró, en voz tan baja que apenas pude oírle.

Apreté los dientes y los puños con rabia, pero no hacia él, ni mucho menos. Le atraje hacia mí, poniendo una mano en su espalda y otra en su cuello, y apoyé la barbilla en su cabeza, porque justo me quedaba a la altura ideal.

  • ¿Y por qué no me lo habías dicho? He podido hacerte daño. Aunque la culpa ha sido mía por no leer los malditos formularios… Iván me lo podría haber dicho antes de irse… Grrr…¿en qué estaba pensando? – gruñí, más para mí que para él. – No voy a castigarte, Darío.

  • ¿Ah, no?

  • No, te dolería demasiado. Pero a cambio quiero que me escribas un informe sobre el acoso escolar. Sobre las consecuencias de burlarse de los demás, y ya de paso de las peleas.  Si tienes deberes, me lo entregas mañana por la tarde, y sino esta noche. ¿Entendido?

Darío asintió, con la boca ligeramente entre abierta.

  • ¿Es de verdad?

  • No acostumbro a decir mentiras.

Darió siguió con su expresión de asombro y luego, lentamente, me dejó ver una sonrisa.

  • Será el mejor informe de la historia – me aseguró. Yo le sonreí, sin ponerlo en duda. Camino hacia la puerta, pero justo antes de salir se volvió hacia mí - ¿Quieres ser mi guardián? – me preguntó, medio de broma. Pero también medio en serio.

- Más quisieras – me reí, aunque por dentro, me hubiera gustado poder complacerle.

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